2º
de Bachillerato. Profesora Montes. Profesora Fabra.
HOMERO.
UNIDAD
1. Información para Literatura Griega y obra de Homero “La
Ilíada”.
Mnemosyne. Diosa de la memoria.
Calíope. (Musa de la poesía épica y de la elocuencia)
Es posible dividir la historia de la Literatura Griega en periodos
según un criterio coherente pero teniendo en cuenta que las fechas
que delimitan las etapas son sólo aproximadas. Así dichos periodos
serían:
- Periodo de los orígenes: hasta el siglo VIII a. C.
- Periodo de formación: del siglo VIII la IV a. C
- Periodo de consolidación: siglo V a. C.
- Periodo de extensión: del siglo IV al I a. C.
Explicaremos en este informe el primer periodo mencionado por ser
aquel en que se ubica la obra a analizar en la primer unidad del
curso.
Periodo
de los orígenes:
la fecha inicial se conecta con la historia de los pueblos autóctonos
de la Hélade, sufriendo luego las invasiones de los pueblos
nórdicos. No se pueden determinar fechas de estos hechos con
precisión pero si los posibles aportes de los mismos:
1- de los pueblos autóctonos: creaciones que llevan la denominación
de folklore, los relatos, canciones que estaban en la tradición y
eran populares.
2- de los invasores: aportaron las narraciones heroicas (epos) y los
mitos -tanto los originales como las reelaboraciones de cada pueblo
local de acuerdo a sus principios religiosos.
Lo
que parece haber permanecido más es el material de los invasores: es
la épica
porque se vincula al espíritu de la raza y refleja la tradición
aristocrática del hombre y de la existencia y la mítica
ya que muestra la tradición religiosa impregnada del espíritu
heroico y aristocrático.
3- esos mismos pueblos invasores, al desplazarse por el Egeo,
llevaban consigo diversos materiales que incorporaron a los suyos,
por ejemplo la Leyenda del Vellocino de oro de la Cólquide del Mar
Negro, la Leyenda de Minos proveniente de Creta así como las
geográficas (gruta de Calipso) o la étnicas (país de los
lestrigones) que tienen que ver con los viajes de esos pueblos por el
Mar Mediterráneo.
La
labor de este periodo fue, sin duda, la de lograr la unificación de
toda la diversidad de materiales ya mencionados (todos relacionados
con la religión): tanto el epos
como
el mito
tienen vínculos estrechos con el culto. El epos se vincula con el
culto de los héroes y el mito con el culto de los dioses. Asimismo
las creaciones literarias intentan fijar la esencia de lo heroico y
se proyectan con sus personajes, tanto hombres (héroes) como dioses
sobre la existencia como tipos
ideales.
Durante este proceso de unificación se va formalizando esos
materiales en formas que tienden a estabilizarse con el fin de lograr
su conservación.
Esta
literatura es oral, se transmite de generación en generación y el
público lo conoce a través de la recitación realizada por cantores
profesionales llamados aedos,
que se especializan en el epos, en el mito y en los materiales
poéticos que se relacionan con ceremonias rituales: funerales,
bodas, etc.
Para la trasmisión de todo este material el poeta emplea el verso
pero la recitación o canto es acompañado de música. Este verso
épico (el mismo que el del mito) originó la lengua épica, la que
se caracterizará por su carácter formulario. Es una constante en el
género la repetición de expresiones. El poeta tenía a su
disposición una serie de fórmulas que engarzaba con temas y
diferentes escenas. Es la llamada “Dicción formular” que viene
desde la tradición épica anterior a Homero, aunque este creador la
emplea con suma originalidad.
Los niveles en que se puede usar la dicción formular son:
a- los epítetos o calificaciones fijas y los patronímicos que
acompañan los nombres de los dioses o de los hombres, con
estructuras métricas fijas y también en lugares fijos del verso.
Son un apoyo memorístico tanto para los oyentes quienes identifican
al personaje con un grupo de palabras como para el poeta porque le
permite completar muchos versos;
b-frases hechas que se engarzan a otras en lugares fijos del verso,
como las fórmulas de comienzo y final de los discursos;
c- versos enteros que se emplean repetidos y que son aplicados en
distintas circunstancias.
d- escenas repetidas, siempre mencionadas con los mismos términos,
en el mismo orden y en el mismo número de versos para describir
situaciones; por ejemplo, en la aparición de los dioses, en momentos
en que se arma un guerrero, el duelo singular en el campo de batalla
entre otros.
Es también común hallar “los catálogos de guerreros o
descripción de las tropas”.
Otro elemento típico son la “digresiones”, escenas con interés
en sí mismas que logran bajar la tensión del oyente interrumpiendo
el relato de sucesos violentos de la batalla; por ejemplo, largos
discursos de los héroes, escenas mitológicas, etc. Esa misma
función de distender la tensión la tienen las comparaciones de la
vida cotidiana, con la naturaleza animal o con el paisaje. El poeta
creaba imágenes muy expresivas para los oyentes que conectan el
mundo heroico con el mundo cotidiano.
Homero.
Este
periodo de los orígenes culmina al producirse el momento final de la
unificación con la redacción definitiva de la materia épica en los
grandes poemas narrativos llamados “La Ilíada” y “La Odisea”
y de la mítica en poemas organizados según un orden cronológico y
que muestran la concepción del hombre griego sobre el origen de los
dioses, engendrados de la misma forma que los humanos.
(Reinos de la Grecia del periodo).
(Ubicación geográfica de Troya)
Las características de la literatura griega de este periodo son:
- Se produce la creación de pequeños poemas que se encadenan en una unidad orgánica pero que pueden ser recitados en forma independiente, como episodios.
- Empleo del verso.
- Se trata de una literatura narrativa. Incluso el himno es narración.
- Se difunden públicamente en ceremonias rituales (culto de dioses y de héroes celebrados periódicamente) o en situaciones cotidianas como los banquetes, hecho que se menciona en los poemas homéricos.
- Su carácter pedagógico; que es uno de los caracteres más duraderos de la literatura griega y que puede reconocerse en los poemas épicos y en los mitos. Las acciones y conductas de héroes y dioses se muestran como ejemplos (paradigmas) para la conducta de los hombres. Ese legado del pasado queda fijado y se convierte en enseñanza permanente.
- Es una literatura tradicional en dos sentidos:
- a- son poemas que se transmiten de generación en generación y sufren un proceso de elaboración permanente hasta el siglo VIII.
b- recogen hechos históricos poetizándolos y también creencias,
costumbres, ideales, etc del pasado de su raza.
- Tienen carácter local porque el epos y el mito están relacionados con las tradiciones regionales. En el epos el personaje central es el héroe epónimo, que se vincula al núcleo humano como un antepasado común, como salvador de la ciudad o fundador de la misma. Posteriormente este carácter se pierde y los héroes pasan a serlo de toda la Hélade. El mito, en su múltiples versiones, corresponde a la diversidad de los cultos locales tanto como a la pluralidad de atributos de la divinidad según las diferentes zonas.
- Su carácter etiológico (de aitión: causa, origen). Los materiales tienden a conservar vivo el recuerdo de los orígenes del grupo humano tanto en el epos como en el mito. El carácter etiológico aparece como explicación posterior de una práctica o una creencia cuyo origen real se perdió y por esto debe crearse una justificación que garantice su verdad.
Carro de combate.
LA
EPOPEYA.
Nave del periodo.
Definición
de la expresión:
una epopeya es un poema narrativo extenso, de elevado estilo en que
interviene lo sobrenatural y en el cual los héroes, símbolos de un
grupo humano, en el curso de un periodo de conmoción, emprenden y
realizan una acción de amplia proyección, sin ignorar los peligros
y el horror que la empresa comporta. Los héroes encarnan los más
altos valores de su época y definen con su acción el destino de un
pueblo o de un vasto grupo humano.
Explicación de la definición: es una obra en verso o en prosa
poética que busca dar la realidad histórica que tratará de
exaltar, por medio de una idealización, el acaecer real. Es una
narración en la que se relatan hechos que son generalmente de
carácter guerrero y en la que se especula con el entusiasmo del
lector u oyente.
Al actuar dioses y el mostrar el peso del destino, la epopeya plantea
la intervención de lo sobrenatural. Todo en la vida de los hombres
(incluso los movimientos anímicos) se muestran regidos por el
destino.
Los héroes se presentan como un puente entre el hombre y lo divino y
representan el ideal, el modelo de determinada sociedad en
determinado momento histórico. Mencionamos algunos ejemplos de estos
héroes:
el Cid Campeador es el símbolo de la Cristiandad, Eneas es el
símbolo de Roma, Aquiles y Odiseo son los símbolos de Grecia.
La epopeya muestra un periodo de conmoción: en la Ilíada el periodo
de conmoción es la Guerra de Troya como en la epopeya del Cid lo es
la etapa de las luchas españolas contra el poder de los moros.
La acción de la obra es de carácter nacional e implica una guerra
como en La Ilíada o una empresa sumamente difícil como por ejemplo
en la Eneida donde Eneas, desterrado sin patria y en estado de
miseria
logra fundar Roma.
La epopeya no oculta los horrores de la guerra; el hecho de que todos
los hombres los conocen e igualmente los afrontan para sublimar su
vida mortal es lo que hace que se destaque la mayor grandeza de estos
seres humanos.
La palabra epopeya viene de la raíz griega “epos” que significó
“palabra” o “verso”. Se refería a una poesía que era
generalmente hablada o recitada para el público.
CARACTERÍSTICAS
DE LA EPOPEYA:
1- Es una composición poética (en verso y acompañamiento musical).
Es exposición narrativa de sucesos.
2- Contiene temas fundamentales para todo el pueblo que vive
generalmente su edad heroica.
3- Abarca todo un mundo, la vida de una nación y la historia de una
época, mostrando el espíritu de un pueblo en determinado momento
histórico.
4- La acción es llevada a cabo por héroes o personajes épicos que
concentran las valoraciones de su mundo en sus acciones individuales.
5- Se desarrolla con ritmo sereno. En este aspecto se diferencia de
la acción dramática que se precipita hacia el desenlace.
6- Existe en la obra un amor por lo exterior; cosas y hechos buscan
ser una imagen de la realidad.
7- Su estructura está dada por un encadenamiento de episodios cuya
unidad reside en el tema épico.
8- La epopeya es objetiva: el creador se propone desaparecer ante el
tema que desarrolla. Pero no debe olvidarse que este hecho es sólo
formal ya que es su pensamiento y su emoción lo que crea la obra.
9- Los caracteres de los personajes de la obra épica se muestran
naturales, brillantes, y la nobleza humana aparece potencializada en
su máxima expresión.
10- Domina el destino que no proviene de la interioridad del hombre
como sucede en la tragedia, sino en la fuerza de las circunstancias.
11- El metro empleado fue el hexámetro que se medía por el número
de sílabas largas y breves que se iban alternando: una sílaba larga
equivalía a dos breves.
12- La epopeya griega, desde los poemas homéricos, utilizó un
lenguaje basado en el dialecto jonio, con algunos matices del
dialecto eólico intercalados.
Muerte de Patroclo.
Personajes de “La Ilíada”.
“La Ilíada” y “La Odisea” son las dos epopeyas atribuidas a Homero y ambos poemas se supone que fueron compuestos en forma definitiva hacia el siglo VIII a. C., es decir a fines de la Edad del Bronce griega.
“La
Ilíada” exalta o celebra las hazañas que llevó adelante una
generación de hombres ya desaparecida, de hombres capaces de
realizar acciones imposibles para las generaciones que vivieron
posteriormente. De esta forma la obra recuerda acontecimientos que
convulsionaron el mundo. Sin embargo debe destacarse que Homero está
históricamente lejos de la guerra que canta. Ese momento histórico
que recrea es la llamada “Edad Heroica de Grecia” que se sitúa
entre los siglos XIII y XII a.C. durante la cual las tribus griegas
confederadas intentaron establecer nuevos reinos en Egipto y en Asia
Menor.
Para lograr la comprensión de la obra deben explicarse las
concepciones:
1- de la vida y del hombre de esa época histórica;
2- de los dioses.
1)
Respecto de este punto es necesario explicar la denominada
Heroización. La misma no incluye a la totalidad de los hombres por
el simple hecho de ser guerreros sino a una clase o categoría
especial de hombres que son los llamados aristos
(expresión
que puede traducirse como “distinguidos”).
Los aristos son los fundadores de un linaje, o de una ciudad, o reyes
o salvadores de su pueblo en una circunstancia o momento decisivo de
su historia. Son transformados en héroes luego de su fallecimiento y
su tumba pasa a ser un lugar de culto. Se los honra como a
divinidades protectoras del grupo al que perteneció.
El héroe Agamenón.
Los
aristos
debían
poseer una serie de atributos o condicionantes:
- Abolengo: es la nobleza de sangre. Lo que pasa a tener importancia es la Genealogía ya que el aristos se jacta de descender de un largo y heroico linaje sintiendo él la obligación de acrecentar lo recibido y/o heredado de sus antecesores. (ver palabras de Héctor en el canto VI en el coloquio con su esposa).
- Areté: es llamado así el conjunto de excelencias que, para aquella época y aquel pueblo, eran considerados los valores y/o atributos fundamentales de la personalidad humana. Estas virtudes se relacionan íntimamente con el honor del héroe. Pero sólo los nobles (aristos) podían poseer estas características elevadas.
Estas excelencias se reúnen
en tres grupos:
- físicas: la belleza y la fuerza;
- espirituales: la elocuencia, el valor, la sabiduría.
- morales y religiosas: una de ellas es la moderación que exige no ser implacable ni inflexible y ser modesto en la consideración del propio valor; la otra es la piedad, que consiste en el respeto y el temor por los dioses quienes tienen constante mirada vigilante hacia los hombres con el fin de castigar su impiedad.
El poseer estas virtudes o
excelencias tiene un doble origen:
- divino: son dones otorgados a los hombres por los dioses como la sabiduría, la belleza o la fuerza.
- humano: son los que se obtienen por aprendizaje como la elocuencia o el manejo de las armas; o por la acumulación de experiencias de vida como la piedad, la moderación o la prudencia.
- El poseer una virtud o
excelencia no excusa la ausencia de otros atributos, por ejemplo, el
ser valeroso, valiente, no impide que el héroe pueda ser castigado
si comete impiedad o si es desmesurado. Cualquier exceso (Hybris) es
motivo de sanción; de allí la necesidad de mantener el equilibrio o
moderación (Sofrosine).
- El tener areté no
significa que el héroe sea poseedor de todas las excelencias; de
hecho, esto nunca sucede porque:
- los dioses reparten los dones dando alguno a un héroe y otro a otro héroe o compensando a veces el don otorgado con un sufrimiento;
- la excelencia brindada por los dioses está compensada con los defectos que son inherentes a la misma naturaleza humana.
- No es suficiente tener las
virtudes para poseer areté sino que lo fundamental es la conducta
del héroe con respecto a esas virtudes. Es por esto que el aristos
está obligado al constante ejercicio de su areté, no pudiendo
renunciar a lo que es. Algunas exigencias fundamentales de esa
conducta son:
- El respeto por la areté ajena, de los otros héroes: la falta de respeto perjudica tanto al que es ofendido como al ofensor, porque de este respeto se origina el reconocimiento de la areté individual y de él surge la honra del héroe. Ser honrado por sus pares o iguales es la máxima aspiración del aristos y perder la honra constituye la causa de un grave pesar y resentimiento contra el ofensor (ver actitud de Aquiles ante Agamenón en el Canto I). De allí que la falta de respeto no tenga excusa alguna.
- La moderación: no caer en el defecto de la soberbia y de éste en el de la impiedad cuando la conducta del héroe roza las leyes de los dioses. Estos son los defectos que tienen más penosas consecuencias para el héroe. Ejemplos de esta conducta: en el Canto I Agamenón desafía el poder del dios Apolo ofendiendo a su sacerdote Crises y como castigo el dios le diezma el ejército con una peste, permaneciendo él vivo para expiar, purificar, con el dolor, su culpa. En el Canto XXII la muerte de Héctor debe explicarse como el castigo por su acción de soberbia ya que recibe varias advertencias humanas y divinas sobre moderar sus pasiones, pero él permanece excesivamente confiado en su virtud militar.
-La areté no se halla sólo
en el héroe sino que, en virtud de que ésta es una sociedad
aristocrática en la que él es el centro, todo lo que lo rodea goza
de grandeza y de virtud. Poseen areté las mujeres, los animales que
están vinculados a la actividad guerrera (caballos), las armas, las
naves. Los objetos reciben su areté del héroe al que pertenecen.
Combate entre Aquiles y Héctor. (Canto XXII).
2) Los dioses griegos pueden
concebirse como:
-ejemplares humanos que
están depurados de los accidentes naturales: permanecen siempre
fuertes y hermosos y no están sujetos a la vejez y a la muerte; son
seres antropomórficos.
-ejemplares divinos en los
que las virtudes de los humanos están llevadas a su más alto grado
y están sometidos a las mismas pasiones y debilidades de los
hombres.
Algunas de sus
características:
- son inmortales: han sido engendrados y han tenido infancia pero en ellos el tiempo siempre se detiene en algún momento de su existencia; por ejemplo: Iris y Hermes han sido eternizados en la adolescencia mientras otros dioses viven una permanente ancianidad venerable.
- No son omnipresentes: pueden ver y oir a un mortal en cualquier lugar que éste se encuentre, pero para obrar deben acudir al lugar donde es necesaria su presencia o su acción; (Apolo y Atenea en el Canto I);
- son omnividentes: su mirada puede alcanzar todos los lugares y ninguna situación o acción escapa a su visión;
- no son omnipotentes: sus acciones y conductas están limitadas por la “MOIRA” (palabra que designa al DESTINO). La MOIRA es una fuerza no personificada que cumple el rol de regir todo lo que existe y, sobre todo, la existencia humana y el hombre no puede hacer nada por evitarlo. Tampoco los dioses pueden impedir que suceda lo que la Moira determina pues es inmodificable. Lo que hacen los dioses es regular la existencia de los seres humanos de acuerdo a una ley eterna de justicia (Diké), a la que también ellos están sometidos. Si bien en algunos momentos del poema puede leerse que están a punto de realizarse acciones no decretadas por la Moira o Destino o incluso cometerse acciones que van absolutamente contra él, dicha posibilidad queda en los hechos futuros totalmente descartada.
El mundo de los dioses y el
de los hombres se encuentran estrechamente ligados:
- Los dioses se presentan como los responsables de las acciones de los hombres, tanto de sus éxitos como de sus fracasos,
- Los hombres están familiarizados en todas sus situaciones con la presencia de los dioses;
- Los dioses son los pretectores de los héroes y por extensión, de todo su linaje e incluso, de la totalidad del grupo humano al cual pertenecen. Por ejercer la protección de la polis se consideran divinidades poliadas recibiendo, a cambio de ese cuidado, veneración y culto;
- Estas relaciones entre estos dos mundos, humano y divino, están perfectamente reguladas: sólo en situaciones excepcionales los dioses se aparecen ante los mortales en su aspecto original de tales. Este hecho se explica porque el “Aidós” o Pudor le impide hacerlo. En la mayoría de las circunstancias se metamorfosean en hombres (mortales) próximos al héroe al que deben ayudar o perjudicar con su presencia; o les envían, como lo hace Zeus, a sus mensajeros, quienes, en este caso, aparecen en su figura de dioses.
- Los mortales tienen obligaciones estrictas para con los dioses. La obligación fundamental es la del culto cuya manifestación más significativa es el banquete ritual o el sacrificio. No puede ser realizado en estado de impureza y al ejecutarlo debe observarse minuciosamente el rito.
Todo este complejo mecanismo
está fundamentado en la dependencia del hombre frente al dios y en
su aceptación voluntaria de esa dependencia hacia la divinidad.
- En ocasiones los hombres son sólo instrumentos de los enfrentamientos o luchas entre los mismos dioses.
- En determinadas circunstancias existen persecuciones hacia un mortal por parte de uno o varios dioses, por ejemplo, Hera y Atenea persiguen a los troyanos.
diosa Palas Atenea.
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HOMERO
- La Ilíada - Canto I : Apolo envía peste. La cólera de Aquiles
Aquiles.
El dios flechador Apolo (Canto I)
1 Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves—cumplíase la voluntad de Zeus—desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.
8 ¿Cuál de los dioses promovió
entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Zeus y de
Leto. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste y
los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al
sacerdote Crises. Este, deseando redimir a su hija, habíase
presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las
ínfulas del flechador Apolo que pendían de áureo cetro, en la
mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas,
caudillos de pueblos, así les suplicaba:
17 —¡Atridas y demás aqueos de
hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os
permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la
patria. Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando
al hijo de Zeus, al flechador Apolo.
22 Todos los aqueos aprobaron a voces
que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate:
mas el Atrida Agamemnón, a quien no plugo el acuerdo, le mandó
enhoramala con amenazador lenguaje:
26 —Que yo no te encuentre, anciano,
cerca de las cóncavas naves, ya porque demores tu partida, ya
porque vuelvas luego; pues quizás no te valgan el cetro y las
ínfulas del dios. A aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá
la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el
telar y compartiendo mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que
puedas irte sano y salvo.
33 Así dijo. El anciano sintió temor
y obedeció el mandato. Sin desplegar los labios, fuése por la
orilla del estruendoso mar, y en tanto se alejaba, dirigía muchos
ruegos al soberano Apolo, hijo de Leto, la de hermosa cabellera:
37 —¡Oyeme, tú que llevas arco de
plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, e imperas en Ténedos
poderosamente! ¡Oh Esmintio! Si alguna vez adorné tu gracioso
templo o quemé en tu honor pingües muslos de toros o de cabras,
cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus
flechas!
43 Tal fue su plegaria. Oyóla Febo
Apolo, e irritado en su corazón, descendió de las cumbres del
Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas
resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a
moverse. Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró
una flecha, y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al
principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros;
mas luego dirigió sus mortíferas saetas a los hombres, y
continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
53 Durante nueve días volaron por el
ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquileo convocó al
pueblo a junta: se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los
níveos brazos, que se interesaba por los dánaos, a quienes veía
morir. Acudieron éstos y, una vez reunidos, Aquileo, el de los pies
ligeros, se levantó y dijo:
59 —¡Atrida! Creo que tendremos que
volver atrás, yendo otra vez errantes, si escapamos de la muerte;
pues si no, la guerra y la peste unidas acabarán con los aqueos.
Mas, ea, consultemos a un adivino, sacerdote o intérprete de sueños
—también el sueño procede de Zeus— para que nos diga por qué
se irritó tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún
voto o hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y
de cabras escogidas, querrá apartar de nosotros la peste.
68 Cuando así hubo hablado, se sentó.
Levantóse Calcante Testórida, el mejor de los augures —conocía
lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas
hasta Ilión por medio del arte adivinatoria que le diera Febo
Apolo— y benévolo les arengó diciendo:
74 —¡Oh Aquileo, caro a Zeus!
Mándasme explicar la cólera del dios del flechador Apolo. Pues
bien, hablaré; pero antes declara y jura que estás pronto a
defenderme de palabra y de obra, pues temo irritar a un varón que
goza de gran poder entre los argivos todos y es obedecido por los
aqueos. Un rey es más poderoso que el inferior contra quien se
enoja; y si en el mismo día refrena su ira, guarda luego rencor
hasta que logra ejecutarlo en el pecho de aquél. Di tu si me
salvarás.
84 Respondióle Aquileo, el de los
pies ligeros: — Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio
que sabes, pues, ¡por Apolo, caro a Zeus, a quien tú, oh Calcante,
invocas siempre que revelas los oráculos a los dánaos!, ninguno de
ellos pondrá en ti sus pesadas manos, junto a las cóncavas naves,
mientras yo viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de
Agamemnón, que al presente blasona de ser el más poderoso de los
aqueos todos.
92 Entonces cobró ánimo y dijo el
eximio vate: —No está el dios quejoso con motivo de algún voto o
hecatombe, sino a causa del ultraje que Agamemnón ha inferido al
sacerdote, a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por
esto el Flechador nos causó males y todavía nos causará otros. Y
no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea
restituida a su padre, sin premio ni rescate, la moza de ojos vivos,
e inmolemos en Crisa una sacra hecatombe. Cuando así le hayamos
aplacado, renacerá nuestra esperanza.
101 Dichas estas palabras, se sentó.
Levantóse al punto el poderoso héroe Agamemnón Atrida, afligido,
con las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al
relumbrante fuego; y encarando a Calcante la torva vista, exclamó:
106 —¡Adivino de males! Jamás me
has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar
desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste cosa buena. Y ahora,
vaticinando ante los dánaos, afirmas que el Flechador les envía
calamidades porque no quise admitir el espléndido rescate de la
joven Criseida, a quien deseaba tener en mi casa. La prefiero,
ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es
inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en
destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es
lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero
preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único
argivo que se quede sin tenerla; lo cual no parecería decoroso. Ved
todos que se me va de las manos la que me había correspondido.
121 Replicóle el divino Aquileo el de
los pies ligeros: —¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de
todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos?
No sé que existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las
del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente
obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa
joven al dios y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple,
si Zeus nos permite tomar la bien murada ciudad de Troya.
130 Díjole en respuesta el rey
Agamemnón: —Aunque seas valiente, deiforme Aquileo, no ocultes tu
pensamiento, pues ni podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso
quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía, y
por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos
aqueos me dan otra conforme a mi deseo para que sea equivalente... Y
si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de
Ayante, o me llevaré la de Odiseo, y montará en cólera aquel a
quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora, ea,
botemos una negra nave al mar divino, reunamos los convenientes
remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la misma
Criseida, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los
jefes: Ayante, Idomeneo el divino Odiseo o tú, Pelida, el más
portentoso de los hombres, para que aplaques al Flechador con
sacrificios.
148 Mirándole con torva faz, exclamó
Aquileo, el de los pies ligeros: —¡Ah impudente y codicioso!
¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes ni un aqueo
siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con
otros hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos
teucros, pues en nada se me hicieron culpables —no se llevaron
nunca mis vacas ni mis caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en
la fértil Ptía, criadora de hombres, porque muchas umbrías
montañas y el ruidoso mar nos separan— sino que te seguimos a ti,
grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los
troyanos a Menelao y a ti, cara de perro. No fijas en esto la
atención, ni por ello te preocupas y aún me amenazas con quitarme
la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los aqueos.
Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a
saco una populosa ciudad: aunque la parte más pesada de la
impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse
el reparto, es mucho mayor y yo vuelvo a mis naves, teniéndola
pequeña, pero grata, después de haberme cansado en el combate.
Ahora me iré a Ptía, pues lo mejor es regresar a la patria en las
cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para
proporcionarte ganancia y riqueza.
172 Contestó el rey de hombres
Agamemnón: —Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita; no te
ruego que por mí te quedes; otros hay a mi lado que me honrarán, y
especialmente el próvido Zeus. Me eres más odioso que ningún otro
de los reyes, alumnos de Zeus, porque siempre te han gustado las
riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza un dios te la dio.
Vete a la patria llevándote las naves y los compañeros, y reina
sobre los mirmidones; no me cuido de que estés irritado, ni por
ello me preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo
me quita a Criseida, la mandaré en mi nave con mis amigos; y
encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseida, la de
hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas cuanto más
poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo.
188 Tal dijo. Acongójese el Pelida, y
dentro del velludo pecho su corazón discurrió dos cosas: o,
desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso
y matar al Atrida, o calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras
tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón y sacaba
de la vaina la gran espada, vino Atenea del cielo: envióla Hera, la
diosa de los níveos brazos, que amaba cordialmente a entrambos y
por ellos se preocupaba. Púsose detrás del Pelida y le tiró de la
blonda cabellera, apareciéndose a él tan sólo; de los demás,
ninguno la veía. Aquileo, sorprendido, volvióse y al instante
conoció a Palas Atenea, cuyos ojos centelleaban de un modo
terrible. Y hablando con ella, pronunció estas aladas palabras:
202 —¿Por qué, hija de Zeus, que
lleva la égida, has venido nuevamente? ¿Acaso para presenciar el
ultraje que me infiere Agamemnón hijo de Atreo? Pues te diré lo
que me figuro que va a ocurrir: Por su insolencia perderá pronto la
vida.
206 Díjole Atenea, la diosa de los
brillantes ojos: — Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si
obedecieres; y me envía Hera, la diosa de los níveos brazos, que
os ama cordialmente a entrambos y por vosotros se preocupa. Ea, cesa
de disputar, no desenvaines la espada e injúriale de palabra como
te parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: Por este ultraje se te
ofrecerán un día triples y espléndidos presentes. Domínate y
obedécenos.
215 Contestó Aquileo, el de los pies
ligeros: — Preciso es, oh diosa hacer lo que mandáis aunque el
corazón esté muy irritado. Obrar así es lo mejor. Quien a los
dioses obedece, es por ellos muy atendido.
219 Dijo; y, puesta la robusta mano en
el argénteo puño, envainó la enorme espada y no desobedeció la
orden de Atenea. La diosa regresó al Olimpo, al palacio en que mora
Zeus, que lleva la égida, entre las demás deidades.
223 El hijo de Peleo, no amainando en
su ira, denostó nuevamente al Atrida con injuriosas voces: —
¡Borracho, que tienes cara de perro y corazón de ciervo! Jamás te
atreviste a tomar las armas con la gente del pueblo para combatir,
ni a ponerte en emboscada con los más valientes aqueos; ambas cosas
te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor arrebatar los dones,
en el vasto campamento de los aqueos, a quien te contradiga. Rey
devorador de tu pueblo, porque mandas a hombres abyectos...; en otro
caso, Atrida, éste fuera tu último ultraje. Otra cosa voy a
decirte y sobre ella prestaré un gran juramento: Sí, por este
cetro, que ya no producirá hojas ni ramos, pues dejó el tronco en
la montaña; ni reverdecerá, porque el bronce lo despojó de las
hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos que
administran justicia y guardan las leyes de Zeus (grande será para
ti este juramento). Algún día los aquivos todos echarán de menos
a Aquileo, y tú, aunque te aflijas, no podrás socorrerles cuando
sucumban y perezcan a manos de Héctor, matador de hombres. Entonces
desgarrarás tu corazón, pesaroso por no haber honrado al mejor de
los aqueos.
245 Así se expresó el Pelida; y
tirando a tierra el cetro tachonado con clavos de oro, tomó
asiento. El Atrida, en el opuesto lado, iba enfureciéndose. Pero
levantóse Néstor, suave en el hablar, elocuente orador de los
pilios, de cuya boca las palabras fluían más dulces que la
miel—había visto perecer dos generaciones de hombres de voz
articulada que nacieron y se criaron con él en la divina Pilos y
reinaba sobre la tercera— y benévolo les arengó diciendo:
254 —¡Oh dioses! ,Qué motivo de
pesar tan grande para la tierra aquea! Alegraríanse Príamo y sus
hijos, y regocijaríanse los demás troyanos en su corazón, si
oyeran las palabras con que disputáis vosotros, los primeros de los
dánaos lo mismo en el consejo que en el combate. Pero dejaos
convencer, ya que ambos sois más jóvenes que yo.
260 En otro tiempo traté con hombres
aún más esforzados que vosotros, y jamás me desdeñaron. No he
visto todavía ni veré hombre como Piritoo, Driante, pastor de
pueblos; Ceneo, Exadio, Polifemo, igual a un dios, y Teseo Egida,
que parecía un inmortal. Criáronse éstos los más fuertes de los
hombres; muy fuertes eran y con otros muy fuertes combatieron: con
los montaraces Centauros, a quienes exterminaron de un modo
estupendo. Y yo estuve en su compañía —habiendo acudido desde
Pilos, desde lejos, desde esa apartada tierra, porque ellos mismos
me llamaron— y combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no
pelearía ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra; no
obstante lo cual, seguían mis consejos y escuchaban mis palabras.
Prestadme también vosotros obediencia, que es lo mejor que podéis
hacer. Ni tú, aunque seas valiente, le quites la moza, sino
déjasela, puesto que se la dieron en recompensa los magnánimos
aqueos, ni tú, Pelida, quieras altercar de igual a igual con el
rey, pues jamás obtuvo honra como la suya ningún otro soberano que
usara cetro y a quien Zeus diera gloria. Si tú eres más esforzado,
es porque una diosa te dio a luz; pero éste es más poderoso,
porque reina sobre mayor número de hombres. Atrida, apacigua tu
cólera; yo te suplico que depongas la ira contra Aquileo, que es
para todos los aqueos un fuerte antemural en el pernicioso combate.
285 Respondióle el rey Agamemnón: —
Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero este hombre
quiere sobreponerse a todos los demás; a todos quiere dominar, a
todos gobernar, a todos dar órdenes, que alguien, creo, se negará
a obedecer. Si los sempiternos dioses le hicieron belicoso, ¿le
permiten por esto proferir injurias?
292 Interrumpiéndole, exclamó el
divino Aquileo: —Cobarde y vil podría llamárseme si cediera en
todo lo que dices; manda a otros, no me des órdenes, pues yo no
pienso obedecerte. Otra cosa te diré que fijarás en la memoria: No
he de combatir con estas manos por la moza, ni contigo, ni con otro
alguno, pues al fin me quitáis lo que me disteis; pero de lo demás
que tengo cabe a la veloz nave negra, nada podrías llevarte
tomándolo contra mi voluntad. Y si no, ea, inténtalo, para que
éstos se enteren también; presto tu negruzca sangre correría en
torno de mi lanza.
304 Después de altercar así con
encontradas razones, se levantaron y disolvieron la junta que cerca
de las naves aqueas se celebraba. El hijo de Peleo fuese hacia sus
tiendas y sus bien proporcionados bajeles con Patroclo y otros
amigos. El Atrida botó al mar una velera nave, escogió veinte
remeros, cargó las víctimas de la hecatombe, para el dios, y
conduciendo a Criseida, la de hermosas mejillas, la embarcó
también; fue capitán el ingenioso Odiseo.
312 Así que se hubieron embarcado,
empezaron a navegar por la líquida llanura. El Atrida mandó que
los hombres se purificaran, y ellos hicieron lustraciones, echando
al mar las impurezas, y sacrificaron en la playa hecatombes
perfectas de toros y de cabras en honor de Apolo. El vapor de la
grasa llegaba al cielo, enroscándose alrededor del humo.
318 En tales cosas ocupábase el
ejército. Agamemnón no olvidó la amenaza que en la contienda
hiciera a Aquileo, y dijo a Taltibio y Euríbates, sus heraldos y
diligentes servidores: —Id a la tienda del Pelida Aquileo, y
asiendo de la mano a Briseida, la de hermosas mejillas traedla acá;
y si no os la diere, iré yo con otros a quitársela y todavía le
será más duro.
326 Hablándoles de tal suerte y con
altaneras voces, los despidió.Contra su voluntad fuéronse los
heraldos por la orilla del estéril mar, llegaron a las tiendas y
naves de los mirmidones, y hallaron al rey cerca de su tienda y de
su negra nave. Aquileo, al verlos, no se alegró. Ellos se turbaron,
y haciendo una reverencia, paráronse sin decir ni preguntar nada.
Pero el héroe lo comprendió todo y dijo:
334 —¡Salud, heraldos, mensajeros
de Zeus y de los hombres! Acercaos; pues para mí no sois vosotros
los culpables, sino Agamemnón, que os envía por la joven Briseida.
¡Ea, Patroclo, de jovial linaje! Saca la moza y entrégala para que
se la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses,
ante los mortales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen
los demás necesidad de mí para librarse de funestas calamidades;
porque él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar a la
vez en lo futuro y en lo pasado, a fin de que los aqueos se salven
combatiendo junto a las naves.
345 De tal modo habló. Patroclo,
obedeciendo a su amigo, sacó de la tienda a Briseida, la de
hermosas mejillas, y la entregó para que se la llevaran. Partieron
los heraldos hacia las naves aqueas, y la mujer iba con ellos de
mala gana. Aquileo rompió en llanto, alejóse de los compañeros, y
sentándose a orillas del espumoso mar con los ojos clavados en el
ponto inmenso y las manos extendidas, dirigió a su madre muchos
ruegos: — ¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico
Zeus altitonante debía honrarme y no lo hace en modo alguno. El
poderoso Agamemnón Atrida me ha ultrajado, pues tiene mi
recompensa, que él mismo me arrebató.
357 Así dijo llorando. Oyóle la
veneranda madre desde el fondo del mar, donde se hallaba a la vera
del padre anciano, e inmediatamente emergió, como niebla, de las
espumosas ondas, sentóse al lado de aquél, que lloraba, acaricióle
con la mano y le habló de esta manera:
362 —¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué
pesar te ha llegado al alma? Habla; no me ocultes lo que piensas,
para que ambos lo sepamos.
364 Dando profundos suspiros, contestó
Aquileo, el de los pies ligeros: —Lo sabes. ¿A qué referirte lo
que ya conoces? Fuimos a Tebas, la sagrada ciudad de Eetión; la
saqueamos, y el botín que trajimos se lo distribuyeron
equitativamente los aqueos, separando para el Atrida a Criseida, la
de hermosas mejillas. Luego, Crises, sacerdote del flechador Apolo,
queriendo redimir a su hija, se presentó en las veleras naves
aqueas con inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo, que
pendían del áureo cetro, en la mano; y suplicó a todos los
aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos.
Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y
se admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamemnón, a
quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con amenazador
lenguaje. El anciano se fue irritado; y Apolo, accediendo a sus
ruegos, pues le era muy querido, tiró a los argivos funesta saeta:
morían los hombres unos en pos de otros, y las flechas del dios
volaban por todas partes en el vasto campamento de los aqueos. Un
sabio adivino nos explicó el vaticinio del Flechador, y yo fui el
primero en aconsejar que se aplacara al dios. El Atrida encendióse
en ira, y levantándose, me dirigió una amenaza que ya se ha
cumplido. A aquélla, los aqueos de ojos vivos la conducen a Crisa
en velera nave con presentes para el dios, y a la hija de Briseo que
los aqueos me dieron, unos heraldos se la han llevado ahora mismo de
mi tienda. Tú, si puedes, socorre a tu buen hijo; ve al Olimpo y
ruega a Zeus, si alguna vez llevaste consuelo a su corazón con
palabras o con obras. Muchas veces hallándonos en el palacio de mi
padre, oí que te gloriabas de haber evitado, tú sola entre los
inmortales, una afrentosa desgracia al Cronión, que amontona las
sombrías nubes, cuando quisieron atarle otros dioses olímpicos,
Hera, Poseidón y Palas Atenea. Tú, oh diosa, acudiste y le
libraste de las ataduras, llamando al espacioso Olimpo al centímano
a quien los dioses nombran Briareo y todos los hombres Egeón, el
cual es superior en fuerza a su mismo padre, y se sentó entonces al
lado de Zeus, ufano de su gloria; temiéronle los bienaventurados
dioses y desistieron de su propósito. Recuérdaselo, siéntate
junto a él y abraza sus rodillas: quizá decida favorecer a los
teucros y acorralar a los aqueos, que serán muertos entre las
popas, cerca del mar, para que todos disfruten de su rey y comprenda
el poderoso Agamemnón Atrida la falta que ha cometido no honrando
al mejor de los aqueos.
413 Respondióle Tetis, derramando
lágrimas: — ¡Ay hijo mío! ¿Por qué te he criado, si en hora
aciaga te di a luz? ¡Ojalá estuvieras en las naves sin llanto ni
pena, ya que tu vida ha de ser corta, de no larga duración! Ahora
eres juntamente de breve vida y el más infortunado de todos. Con
hado funesto te parí en el palacio. Yo misma iré al nevado Olimpo
y hablaré a Zeus, que se complace en lanzar rayos, por si se deja
convencer. Tú quédate en las naves de ligero andar, conserva la
cólera contra los aqueos y abstente por completo de combatir. Ayer
fuese Zeus al Océano, al país de los probos etíopes, para asistir
a un banquete, y todos los dioses le siguieron. De aquí a doce días
volverá al Olimpo. Entonces acudiré a la morada de Zeus,
sustentada en bronce; le abrazaré las rodillas, y espero que
lograré persuadirle.
428 Dichas estas palabras partió,
dejando a Aquileo con el corazón irritado a causa de la mujer de
bella cintura que violentamente y contra su voluntad le habían
arrebatado.
431 En tanto, Odiseo llegaba a Crisa
con las víctimas para la sacra hecatombe. Cuando arribaron al
profundo puerto, amainaron las velas, guardándolas en la negra
nave; abatieron por medio de cuerdas el mástil hasta la crujía; y
llevaron el buque, a fuerza de remos, al fondeadero. Echaron anclas
y ataron las amarras, saltaron a la playa, desembarcaron las
víctimas de la hecatombe para el flechador Apolo y Criseida salió
de la nave que atraviesa el ponto. El ingenioso Odiseo llevó la
moza al altar y, poniéndola en manos de su padre, dijo:
442 —¡Oh Crises! Envíame el rey de
hombres Agamemnón a traerte la hija y ofrecer en favor de los
dánaos una sagrada hecatombe a Apolo, para que aplaquemos a este
dios que tan deplorables males ha causado a los aqueos.
446 Dijo, y puso en sus manos la hija
amada, que aquél recibió con alegría. Acto continuo, ordenaron la
sacra hecatombe en torno del bien construido altar, laváronse las
manos y tomaron harina con sal. Y Crises oró en alta voz y con las
manos levantadas.
451 —¡Oyeme, tú que llevas arco de
plata, proteges a Crisa y a la divina Cila e imperas en Ténedos
poderosamente! Me escuchaste cuando te supliqué, y para honrarme,
oprimiste duramente al ejército aqueo; pues ahora cúmpleme este
voto: ¡Aleja ya de los dánaos la abominable peste!
457 Tal fue su plegaria, y Febo Apolo
le oyó. Hecha la rogativa y esparcida la harina con sal, cogieron
las víctimas por la cabeza, que tiraron hacia atrás, y las
degollaron y desollaron; en seguida cortaron los muslos, y después
de cubrirlos con doble capa de grasa y de carne cruda en pedacitos,
el anciano los puso sobre leña encendida y los roció de negro
vino. Cerca de él, unos jóvenes tenían en las manos asadores de
cinco puntas. Quemados los muslos, probaron las entrañas; y
descuartizando lo demás, atravesáronlo con pinchos, lo asaron
cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y
dispuesto el banquete, comieron, y nadie careció de su respectiva
porción. Cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber,
los mancebos llenaron las crateras y distribuyeron el vino a todos
los presentes después de haber ofrecido en copas las primicias. Y
durante el día los aqueos aplacaron al dios con el canto, entonando
un hermoso peán al flechador Apolo, que les oía con el corazón
complacido.
475 Cuando el sol se puso y sobrevino
la noche, durmieron cabe a las amarras del buque. Mas, así que
apareció la hija de la mañana, la Eos de rosados dedos, hiciéronse
a la mar para volver al espacioso campamento aqueo, y el flechador
Apolo les envió próspero viento. Izaron el mástil, descogieron
las velas, que hinchó el viento, y las purpúreas ondas resonaban
en torno de la quilla mientras la nave corría siguiendo su rumbo.
Una vez llegados al vasto campamento de los aquivos, sacaron la
negra nave a tierra firme y la pusieron en alto sobre la arena,
sosteniéndola con grandes maderos. Y luego se dispersaron por las
tiendas y los bajeles.
488 El hijo de Peleo y descendiente de
Zeus, Aquileo, el de los pies ligeros, seguía irritado en las
veleras naves, y ni frecuentaba las juntas donde los varones cobran
fama, ni cooperaba a la guerra; sino que consumía su corazón,
permaneciendo en los bajeles, y echaba de menos la gritería y el
combate.
493 Cuando, después de aquel día,
apareció la duodécima aurora, los sempiternos dioses volvieron al
Olimpo con Zeus a la cabeza. Tetis no olvidó entonces el encargo de
su hijo: saliendo de entre las olas del mar, subió muy de mañana
al gran cielo y al Olimpo, y halló al longividente Cronión sentado
aparte de los demás dioses en la más alta de las muchas cumbres
del monte. Acomodóse junto a él, abrazó sus rodillas con la mano
izquierda, tocóle la barba con la diestra y dirigió esta súplica
al soberano Jove Cronión:
503 —¡Padre Zeus! Si alguna vez te
fui útil entre los inmortales con palabras u obras, cúmpleme este
voto: Honra a mi hijo, el héroe de más breve vida, pues el rey de
hombres Agamemnón le ha ultrajado, arrebatándole la recompensa que
todavía retiene. Véngale tú, próvido Zeus Olímpico, concediendo
la victoria a los teucros hasta que los aqueos den satisfacción a
mi hijo y le colmen de honores.
511 De tal suerte habló Zeus, que
amontona las nubes, nada contestó, guardando silencio un buen rato.
Pero Tetis, que seguía como cuando abrazó sus rodillas, le suplicó
de nuevo:
514 —Prométemelo claramente
asintiendo, o niégamelo —pues en ti no cabe el temor— para que
sepa cuán despreciada soy entre todas las deidades.
517 Zeus, que amontona las nubes,
respondió afligidísimo: — ¡Funestas acciones! Pues harás que
me malquiste con Hera cuando me zahiera con injuriosas palabras. Sin
motivo me riñe siempre ante los inmortales dioses, porque dice que
en las batallas favorezco a los teucros. Pero ahora vete, no sea que
Hera advierta algo; yo me cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo
deseas, te haré con la cabeza la señal de asentimiento para que
tengas confianza. Este es el signo más seguro, irrevocable y veraz
para los inmortales; y no deja de efectuarse aquello a que asiento
con la cabeza.
528 Dijo el Cronión, y bajó las
negras cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se
agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su influjo
estremecióse el dilatado Olimpo.
531 Después de deliberar así, se
separaron; ella saltó al profundo mar desde el resplandeciente
Olimpo, y Zeus volvió a su palacio. Los dioses se levantaron al ver
a su padre, y ninguno aguardó a que llegase, sino que todos
salieron a su encuentro. Sentóse Zeus en el trono; y Hera, que, por
haberlo visto no ignoraba que Tetis, la de argentados pies, hija del
anciano del mar con él departiera, dirigió en seguida injuriosas
palabras a Jove Cronión:
540 —¿Cuál de las deidades, oh
doloso, ha conversado contigo? Siempre te es grato, cuando estás
lejos de mi, pensar y resolver algo clandestinamente, y jamás te
has dignado decirme una sola palabra de lo que acuerdas.
544 Respondió el padre de los hombres
y de los dioses: — ¡Hera! No esperes conocer todas mis
decisiones, pues te resultará difícil aun siendo mi esposa. Lo que
pueda decirse, ningún dios ni hombre lo sabrá antes que tú; pero
lo que quiera resolver sin contar con los dioses no lo preguntes ni
procures averiguarlo.
551 Replicó Hera veneranda, la de los
grandes ojos: — ¡Terribilísimo Cronión, qué palabras
proferiste! No será mucho lo que te haya preguntado o querido
averiguar, puesto que muy tranquilo meditas cuanto te place. Mas
ahora mucho recela mi corazón que te haya seducido Tetis, la de los
argentados pies, hija del anciano del mar. Al amanecer el día
sentóse cerca de ti y abrazó tus rodillas; y pienso que le habrás
prometido, asintiendo, honrar a Aquileo y causar gran matanza junto
a las naves aqueas.
560 Contestó Zeus, que amontona las
nubes: — ¡Ah desdichada! Siempre sospechas y de ti no me oculto.
Nada, empero, podrás conseguir sino alejarte de mi corazón; lo
cual todavía te será más duro. Si es cierto lo que sospechas, así
debe de serme grato. Pero, siéntate en silencio; obedece mis
palabras. No sea que no te valgan cuantos dioses hay en el Olimpo,
si acercándome te pongo encima las invictas manos.
568 Tal dijo. Hera veneranda, la de
los grandes ojos, temió; y refrenando el coraje, sentóse en
silencio. Indignáronse en el palacio de Zeus los dioses
celestiales. Y Hefesto, el ilustre artífice, comenzó a arengarles
para consolar a su madre Hera, la de los níveos brazos:
573 —Funesto e insoportable será lo
que ocurra, si vosotros disputáis así por los mortales y promovéis
alborotos entre los dioses; ni siquiera en el banquete se hallará
placer alguno, porque prevalece lo peor. Yo aconsejo a mi madre,
aunque ya ella tiene juicio, que obsequie al padre querido, para que
éste no vuelva a reñirla y a turbarnos el festín. Pues si el
Olímpico fulminador quiere echarnos del asiento... nos aventaja
mucho en poder. Pero halágale con palabras cariñosas y pronto el
Olímpico nos será propicio.
584 De este modo habló, y tomando una
copa doble, ofrecióla a su madre, diciendo: —Sufre, madre mía, y
sopórtalo todo aunque estés afligida; que a ti, tan querida, no te
vean mis ojos apaleada, sin que pueda socorrerte, porque es difícil
contrarrestar al Olímpico. Ya otra vez que te quise defender, me
asió por el pie y me arrojó de los divinos umbrales. Todo el día
fui rodando y a la puesta del sol caí en Lemnos. Un poco de vida me
quedaba y los sinties me recogieron tan pronto como hube caído.
595 Así dijo. Sonríose Hera, la
diosa de los níveos brazos; y sonriente aún, tomó la copa doble
que su hijo le presentaba. Hefesto se puso a escanciar dulce néctar
para las otras deidades, sacándolo de la cratera; y una risa
inextinguible se alzó entre los bienaventurados dioses al ver con
qué afán les servía en el palacio.
601 Todo el día, hasta la puesta del
sol, celebraron el festín; y nadie careció de su respectiva
porción, ni faltó la hermosa cítara que tañía Apolo, ni las
Musas, que con linda voz cantaban alternando.
605 Mas cuando la fúlgida luz del sol
llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse a sus respectivos
palacios que había construido Hefesto, el ilustre cojo de ambos
pies con sabia inteligencia. Zeus Olímpico, fulminador, se encaminó
al lecho donde acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía.
Subió y acostóse; y a su lado descansó Hera, la de áureo trono.
Crises y Agamenón. (Canto I).
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HOMERO
- La Ilíada - Canto VI
Despedida de Héctor y Andrómaca junto al hijo de ambos Astianacte o Escamandro.
5 Ayante Telemonio, antemural de los
aqueos, rompió el primero la falange troyana e hizo aparecer la
aurora de la salvación entre los suyos, hiriendo de muerte al tracio
mas denodado, al alto y valiente Acamante, hijo de Eusoro. Acertóle
en la cimera del casco, guarnecido con crines de caballo, la lanza se
clavó en la frente, la broncínea punta atravesó el hueso y las
tinieblas cubrieron los ojos del guerrero.
12 Diomedes, valiente en el combate,
mató a Axilo Teutránida, que, abastado de bienes, moraba en la bien
construida Arisbe; y era muy amigo de los hombres porque en su casa
situada cerca del camino, a todos les daba hospitalidad. Pero ninguno
de ellos vino entonces a librarle de la lúgubre muerte, y Diomedes
le quitó la vida a él y a su escudero Calesio, que gobernaba los
caballos. Ambos penetraron en el seno de Gea.
20 Euríalo dio muerte a Dreso y
Ofeltio, y fuese tras Esepo y Pedaso, a quienes la náyade Abarbarea
concibiera en otro tiempo del eximio Bucolión, hijo primogénito y
bastardo del ilustre Laomedonte (Bucolión apacentaba ovejas y tuvo
amoroso consorcio con la Ninfa, la cual quedó en cinta y dio a luz
los dos mellizos): el Mecistíada acabó con el valor de ambos, privó
de vigor a sus bien formados miembros y les quitó la armadura de los
hombros. El belígero Polipetes dejó sin vida a Astíalo; Odiseo,
con la broncínea lanza, a Pidites percosio; y Teucro, a Aretaón
divino.
32 Antíloco Nestórida mató con la
pica reluciente a Ablero; Agamemnón, rey de hombres, a Elato, que
habitaba en la excelsa Pedaso, a orillas del Sátniois, y de hermosa
corriente; el héroe Leito, a Fílaco mientras huía; y Eurípilo, a
Melantio.
37 Menelao, valiente en la pelea, cogió
vivo a Adrasto, cuyos caballos, corriendo despavoridos por la
llanura, chocaron con las ramas de un tamarisco, rompieron el corvo
carro por el extremo del timón, y se fueron a la ciudad con los que
huían espantados. El héroe cayó al suelo y dio de boca en el polvo
junto a la rueda; acercósele Menelao Atrida con la ingente lanza, y
aquél, abrazando sus rodillas, así le suplicaba:
46 —Hazme prisionero, Atrida, y
recibirás digno rescate. Muchas cosas de valor tiene mi opulento
padre en casa: bronce, oro, hierro labrado; con ellas te pagaría
inmenso rescate, si supiera que estoy vivo en las naves aqueas.
51 Dijo Adrasto, y le conmovió el
corazón. E iba Menelao a ponerle en manos del escudero, para que lo
llevara a las veleras naves aqueas, cuando Agamemnón corrió a su
encuentro y le increpó diciendo:
55 —¡Ah, bondadoso! ¡Ah Menelao!
¿Por qué así te apiadas de los hombres? ¡Excelentes cosas
hicieron los troyanos en tu palacio! Que ninguno de los que caigan en
nuestras manos se libre de tener nefanda muerte, ni siquiera el que
la madre lleve en el vientre, ¡ni ése escape! ¡Perezcan todos los
de Ilión, sin que sepultura alcancen ni memoria dejen!
61 Así diciendo, cambió la mente de
su hermano con la oportuna exhortación. Repelió Menelao al héroe
Adrasto, que herido en el ijar por el rey Agamemnón, cayó de
espaldas. El Atrida le puso el pie en el pecho y le arrancó la
lanza.
66 Y Néstor animaba a los argivos,
dando grandes voces: —¡Amigos, héroes dánaos, ministros de Ares!
Que nadie se quede atrás para recoger despojos y volver, cargado de
ellos, a las naves; ahora matemos hombres y luego con más
tranquilidad despojaréis en la llanura los cadáveres de cuantos
mueran!
72 Con tales palabras les excitó a
todos el valor y la fuerza. Y los teucros hubieran vuelto a entrar en
Ilión, acosados por los belicosos aqueos y vencidos por su cobardía
si Heleno Priámida, el mejor de los augures, no se hubiese
presentado a Eneas y a Héctor para decirles:
77 —¡Eneas y Héctor! Ya que el peso
de la batalla gravita principalmente sobre vosotros entre los
troyanos y los licios, porque sois los primeros en toda empresa, ora
se trate de combatir, ora de razonar, quedaos aquí, recorred las
filas, y detened a los guerreros antes que se encaminen a las
puertas, caigan huyendo en brazos de las mujeres y sea motivo de gozo
para los enemigos. Cuando hayáis reanimado todas las falanges,
nosotros, aunque estamos abatidos, pelearemos con los dánaos porque
la necesidad nos apremia. Y tú, Héctor, ve a la ciudad y di a
nuestra madre que llame a las venerables matronas; vaya con ellas al
templo dedicado a Atenea, la de los brillantes ojos, en la acrópolis;
abra la puerta del sacro recinto; ponga sobre las rodillas de la
deidad, de hermosa cabellera, el peplo que mayor sea, más lindo le
parezca y más aprecie de cuantos haya en el palacio, y le vote
sacrificar en el templo doce vacas de un año, no sujetas aún al
yugo, si apiadándose de la ciudad y de las esposas y niños de los
troyanos, aparta de la sagrada Ilión al hijo de Tideo, feroz
guerrero, cuya braveza causa nuestra derrota y a quien tengo por el
más esforzado de los aqueos todos. Nunca temimos tanto ni al mismo
Aquileo, príncipe de hombres que es, según dicen, hijo de una
diosa. Con gran furia se mueve el hijo de Tideo y en valentía nadie
con él se iguala.
102 Dijo; y Héctor obedeció a su
hermano. Saltó del carro al suelo sin dejar las armas, y blandiendo
dos puntiagudas lanzas, recorrió el ejército, animóle a combatir y
promovió una terrible pelea. Los teucros volvieron la cara y
afrontaron a los argivos; y éstos retrocedieron y dejaron de matar,
figurándose que algún dios habría descendido del estrellado cielo
para socorrer a aquéllos; de tal modo se volvieron. Y Héctor
exhortaba a los teucros diciendo en alta voz:
111 —¡Animosos troyanos, aliados de
lejas tierras venidos! Sed hombres, amigos, y mostrad vuestro
impetuoso valor, mientras voy a Ilión y encargo a los respetables
próceres y a nuestras esposas que oren y ofrezcan hecatombes a los
dioses.
116 Dicho esto, Héctor, de tremolante
casco, partió; y la negra piel que orlaba el abollonado escudo como
última franja, le batía el cuello y los talones.
119 Glauco, vástago de Hipóloco, y el
hijo de Tideo, deseosos de combatir, fueron a encontrarse en el
espacio que mediaba entre ambos ejércitos. Cuando estuvieron cara a
cara, Diomedes, valiente en la pelea, dijo el primero:
123 —¿Cuál eres tú, guerrero
valentísimo, de los mortales hombres? Jamás te vi en las batallas,
donde los varones adquieren gloria, pero al presente a todos los
vences en audacia cuando te atreves a esperar mi fornida lanza.
¡Infelices de aquellos cuyos hijos se oponen a mi furor! Mas si
fueses inmortal y hubieses descendido del cielo, no quisiera yo
luchar con dioses celestiales. Poco vivió el fuerte Licurgo, hijo de
Driante, que contendía con las celestes deidades: persiguió en los
sacros montes de Nisa a las nodrizas del furente Dióniso, las cuales
tiraron al suelo los tirsos al ver que el homicida Licurgo las
acometía con la aguijada; el dios, espantado, se arrojó al mar y
Tetis le recibió en su regazo, despavorido y agitado por fuerte
temblor que la amenaza de aquel hombre le causara; pero los felices
dioses se irritaron contra Licurgo, cególe el Cronión, y su vida no
fue larga, porque se había hecho odioso a los inmortales todos. Con
los bienaventurados dioses no quisiera combatir; pero si eres uno de
los mortales que comen los frutos de la tierra, acércate para que
más pronto llegues de tu perdición al término.
144 Respondióle el preclaro hijo de
Hipóloco: — ¡Magnánimo Tidida! Por qué me interrogas sobre el
abolengo? Cual la generación de las hojas, así la de los hombres.
Esparce el viento las hojas por el suelo y la selva, reverdeciendo,
produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, una generación
humana nace y otra perece. Pero ya que deseas saberlo, te diré cuál
es mi linaje, de muchos conocido. Hay una ciudad llamada Efira en el
riñón de la Argólide, criadora de caballos, y en ella vivía
Sísifo Eólida, que fue el más ladino de los hombres. Sísifo
engendró a Glauco, y éste al eximio Belerofonte, a quien los dioses
concedieron gentileza y envidiable valor. Mas Preto, que era muy
poderoso entre los argivos, pues a su cetro los había sometido Zeus,
hízole blanco de sus maquinaciones y le echó de la ciudad. La
divina Antea, mujer de Preto, había deseado con locura juntarse
clandestinamente con Belerofonte; pero no pudo persuadir al prudente
héroe, que sólo pensaba en cosas honestas, y mintiendo dijo al rey
Preto:
164 —¡Preto! Muérete o mata a
Belerofonte, que ha querido juntarse conmigo sin que yo lo deseara.
166 —Así habló. El rey se encendió
en ira al oírla; y si bien se abstuvo de matar a aquél por el
religioso temor que sintió su corazón, le envió a la Licia, y
haciendo en un díptico pequeño mortíferas señales, entrególe los
perniciosos signos con orden de que los mostrase a su suegro para que
éste le hiciera perecer. Belerofonte, poniéndose en camino debajo
del fausto patrocinio de los dioses, llegó a la vasta Licia y a la
corriente del Janto: el rey recibióle con afabilidad, hospedóle
durante nueve días y mandó matar otros tantos bueyes pero al
aparecer por décima vez Eos de rosados dedos, le interrogó y quiso
ver la nota que de su yerno Preto le traía. Y así que tuvo la
funesta nota ordenó a Belerofonte que lo primero de todo matara a la
ineluctable Quimera, ser de naturaleza no humana, sino divina, con
cabeza de león, cola de dragón y cuerpo de cabra, que respiraba
encendidas y horribles llamas; y aquél le dio muerte, alentado por
divinales indicaciones. Luego tuvo que luchar con los afamados
Solimos, y decía que éste fue el más recio combate que con hombres
sostuviera. Más tarde quitó la vida a las varoniles Amazonas. Y
cuando regresaba a la ciudad, el rey, urdiendo otra dolosa trama,
armóle una celada con los varones más fuertes que halló en la
espaciosa Licia; y ninguno de éstos volvió a su casa, porque a
todos les dio muerte el eximio Belerofonte. Comprendió el rey que el
héroe era vástago ilustre de alguna deidad y le retuvo allí, le
casó con su hija y compartió con él la realeza, los licios, a su
vez, acotáronle un hermoso campo de frutales y sembradío que a los
demás aventajaba, para que pudiese cultivarlo. Tres hijos dio a luz
la esposa del aguerrido Belerofonte: Isandro, Hipóloco y Laodamia; y
ésta, amada por el próvido Zeus, parió al deiforme Sarpedón, que
lleva armadura de bronce. Cuando Belerofonte se atrajo el odio de
todas las deidades, vagaba solo por los campos de Ale, royendo su
ánimo y apartándose de los hombres; Ares, insaciable de pelea, hizo
morir a Isandro en un combate con los afamados Solimos, y Artemis, la
que usa riendas de oro, irritada, mató a su hija. A mí me engendró
Hipóloco —de éste, pues, soy hijo— y envióme a Troya,
recomendándome muy mucho que descollara y sobresaliera entre todos y
no deshonrase el linaje de mis antepasados, que fueron los hombres
más valientes de Efira y la extensa Licia. Tal alcurnia y tal sangre
me glorío de tener.
212 Así dijo. Alegróse Diomedes,
valiente en el combate; y clavando la pica en el almo suelo,
respondió con cariñosas palabras al pastor de los hombres:
215 —Pues eres mi antiguo huésped
paterno, porque el divino Eneo hospedó en su palacio al eximio
Belerofonte, le tuvo consigo veinte días y ambos se obsequiaron con
magníficos presentes de hospitalidad. Eneo dio un vistoso tahalí
teñido de púrpura, y Belerofonte una copa doble de oro, que en mi
casa quedó cuando me vine. A Tideo no lo recuerdo; dejóme muy niño
al salir para Tebas donde pereció el ejército aqueo. Soy por
consiguiente, tu caro huésped en el centro de Argos, y tu lo serás
mío en la Licia cuando vaya a tu pueblo. En adelante no nos
acometamos con la lanza por entre la turba. Muchos troyanos y aliados
ilustres me restan para matar a quienes, por la voluntad de un dios,
alcance en la carrera; y asimismo te quedan muchos aqueos para quitar
la vida a cuantos te sea posible. Y ahora troquemos la armadura, a
fin de que sepan todos que de ser huéspedes paternos nos gloriamos.
232 Dichas estas palabras, descendieron
de los carros y se estrecharon la mano en prueba de amistad. Entonces
Zeus Cronión hizo perder la razón a Glauco, pues permutó sus armas
por las de Diomedes Tidida, las de oro por las de bronce, las
valoradas en cien bueyes por las que en nueve se apreciaban.
237 Al pasar Héctor por la encina y
las puertas Esceas, acudieron corriendo las esposas e hijos de los
troyanos y preguntáronle por sus hijos, hermanos, amigos y esposos;
y él les encargó que unas tras otras orasen a los dioses, porque
para muchas eran inminentes las desgracias.
242 Cuando llegó al magnífico palacio
de Príamo, provisto de bruñidos pórticos (en él había cincuenta
cámaras de pulimentada piedra seguidas, donde dormían los hijos de
Príamo con sus legítimas esposas; y enfrente, dentro del mismo
patio, otras doce, construidas igualmente con sillares, continuas y
techadas, donde se acostaban los yernos de Príamo y sus castas
mujeres), le salió al encuentro su alma madre, que iba en busca de
Laódice, la más hermosa de las princesas; y asiéndole de la mano,
le dijo:
254 —¡Hijo! ¿Por qué has venido,
dejando el áspero combate? Sin duda los aqueos, ¡aborrecido
nombre!, deben de estrecharnos, combatiendo alrededor de la ciudad, y
tu corazón te ha impulsado a volver con el fin de levantar desde la
acrópolis las manos a Zeus. Pero aguarda, traeré vino dulce como la
miel para que lo libes al padre Zeus y a los demás inmortales, y
puedas también, si bebes, recobrar las fuerzas. El vino aumenta
mucho el vigor del hombre fatigado y tú lo estás de pelear por los
tuyos.
263 Respondióle el gran Héctor, de
tremolante casco: —No me des vino dulce como la miel, veneranda
madre, no sea que me enerves y me hagas perder valor y fuerza. No me
atrevo a libar el negro vino en honor de Zeus sin lavarme las manos,
ni es lícito orar al Cronión, el de las sombrías nubes, cuando se
está manchado de sangre y polvo. Pero tú congrega a las matronas,
llévate perfumes, y entrando en el templo de Atenea que impera en
las batallas, pon sobre las rodillas de la deidad de hermosa
cabellera el peplo mayor, más lindo y que más aprecies de cuantos
haya en el palacio; y vota a la diosa sacrificar en su templo doce
vacas de un año, no sujetas aún al yugo, si, apiadándose de la
ciudad y de las esposas y niños de los troyanos, aparta de la
sagrada Ilión al hijo de Tideo, feroz guerrero cuya valentía causa
nuestra derrota. Encamínate, pues, al templo de Atenea, que impera
en las batallas, y yo iré a casa de Paris a llamarle, si me quiere
escuchar. ¡Así la tierra se lo tragara! Crióle el Olímpico como
una gran plaga para los troyanos y el magnánimo Príamo y sus hijos.
Creo que si le viera descender al Hades, olvidaríase mi alma de los
enojosos pesares.
286 De esta suerte se expresó. Hécabe
volviendo al palacio, llamó a las esclavas, y éstas anduvieron por
la ciudad y congregaron a las matronas; bajó luego al fragante
aposento donde se guardaban los peplos bordados, obra de las mujeres
que se llevara de Sidón el deiforme Alejandro en el mismo viaje en
que robó a Helena , la de nobles padres; tomó, para ofrecerlo a
Atenea, el peplo mayor y más hermoso por sus bordaduras, que
resplandecía como un astro y se hallaba debajo de todos, y partió
acompañada de muchas matronas.
297 Cuando llegaron a la acrópolis,
abrióles las puertas del templo Teano, la de hermosas mejillas, hija
de Ciseo y esposa de Antenor, domador de caballos, a la cual habían
elegido los troyanos sacerdotisa de Atenea. Todas, con lúgubres
lamentos, levantaron las manos a la diosa. Teano, la de hermosas
mejillas, tomó el peplo, lo puso sobre las rodillas de Atenea, la de
hermosa cabellera, y orando rogó así a la hija del gran Zeus:
305 —¡Veneranda Atenea, protectora
de la ciudad divina entre las diosas! ;Quiébrale la lanza a
Diomedes, concédenos que caiga de pechos en el suelo, ante las
puertas Esceas, y te sacrificaremos en este templo doce vacas de un
año, no sujetas aún al yugo, si de este modo te apiadas de la
ciudad y de las esposas y niños de los troyanos!
311 Tal fue su plegaria, pero Palas
Atenea no accedió. En tanto ellas invocaban a la hija del gran Zeus,
Héctor se encaminó al magnífico palacio que para Alejandro labrara
él mismo con los demás hábiles constructores de la fértil Troya;
éstos le hicieron una cámara nupcial, una sala y un patio, en la
acrópolis, cerca de los palacios de Príamo y de Héctor. Allí
entró Héctor, caro a Zeus, llevando una lanza de once codos, cuya
broncínea y reluciente punta estaba sujeta por áureo anillo. En la
cámara halló a Alejandro, que acicalaba las magníficas armas,
escudo y coraza, y probaba el corvo arco; y a la argiva Helena, que,
sentada entre sus esclavas, ocupábalas en primorosas labores. Y
viendo a aquél, increpóle con injuriosas palabras:
326 —¡Desgraciado! No es decoroso
que guardes en el corazón ese rencor. Los hombres perecen
combatiendo al pie de los altos muros de la ciudad: el bélico clamor
y la lucha se encendieron por tu causa alrededor de nosotros, y tú
mismo reconvendrías a quien cejara en la pelea horrenda. Ea,
levántate. No sea que la ciudad llegue a ser pasto de las voraces
llamas.
332 Respondióle el deiforme Alejandro:
—¡Héctor! Justos y no excesivos son tus reproches, y por lo mismo
voy a contestarte. Atiende y óyeme. Permanecía aquí, no tanto por
estar airado o resentido con los troyanos, cuanto porque deseaba
entregarme al dolor. En este instante mi esposa me exhortaba con
blandas palabras a volver al combate; y también a mí me parece
preferible porque la victoria tiene sus alternativas para los
guerreros. Ea, pues, aguarda y visto las marciales armas; o vete y te
sigo y creo que lograré alcanzarte.
342 Así dijo. Héctor, de tremolante
casco, nada contestó. Y Helena hablóle con dulces palabras:
344 —¡Cuñado mío, de esta perra
maléfica y abominable! ¡Ojalá que cuando mi madre me dio a luz, un
viento proceloso me hubiese llevado al monte o al estruendoso mar,
para hacerme juguete de las olas, antes que tales hechos ocurrieran!
Y ya que los dioses determinaron causar estos males, debió tocarme
ser esposa de un varón más fuerte, a quien dolieran la indignación
y los reproches de los hombres. Este ni tiene firmeza de ánimo ni la
tendrá nunca, y creo que recogerá el debido fruto. Pero, entra y
siéntate en esta silla, cuñado, que la fatiga te oprime el corazón
por mí, perra, y por la falta de Alejandro; a quienes Zeus nos dio
tan mala suerte a fin de que sirvamos a los venideros de asunto para
sus cantos.
359 Respondióle el gran Héctor, de
tremolante casco: — No me ofrezcas asiento, amable Helena, pues no
lograrás persuadirme: ya mi corazón desea socorrer a los troyanos
que me aguardan con impaciencia. Anima a éste, y él mismo se dé
prisa para que me alcance dentro de la ciudad, mientras voy a mi casa
y veo a la esposa querida, al niño y a los criados; que ignoro si
volveré de la batalla o los dioses me harán sucumbir a manos de los
aqueos.
369 Apenas hubo dicho estas palabras,
Héctor, de tremolante casco, se fue. Llegó en seguida a su palacio
que abundaba de gente, mas no encontró a Andrómaca, la de níveos
brazos, pues con el niño y la criada de hermoso peplo estaba en la
torre llorando y lamentándose. Héctor, como no hallara a su
excelente esposa, detúvose en el umbral y habló con las esclavas:
376 —¡Ea, esclavas! Decidme la
verdad: ¿Adónde ha ido Andrómaca, la de níveos brazos, desde el
palacio? ¿A visitar a mis hermanas o a mis cuñadas de hermosos
peplos? ¿O, acaso, al templo de Atenea, donde las troyanas, de
lindas trenzas, aplacan a la terrible diosa?
381 Respondióle la fiel despensera: —
¡Héctor! Ya que nos mandas decir la verdad, no fue a visitar a tus
hermanas ni a tus cuñadas de hermosos peplos, ni al templo de
Atenea, donde las troyanas, de lindas trenzas, aplacan a la terrible
diosa, sino que subió a la gran torre de Ilión, porque supo que los
teucros llevaban la peor parte y era grande el ímpetu de los aqueos.
Partió hacia la muralla, ansiosa, como loca, y con ella se fue la
nodriza que lleva el niño.
390 Así habló la despensera, y
Héctor, saliendo presuroso de la casa, desanduvo el camino por las
bien trazadas calles. Tan luego como, después de atravesar la gran
ciudad, llegó a las puertas Esceas —por allí había de salir al
campo—, corrió a su encuentro su rica esposa Andrómaca, hija del
magnánimo Eetión, que vivía al pie del Placo en Tebas de
Hipoplacia y era rey de los cilicios. Hija de éste era pues, la
esposa de Héctor, de broncínea armadura, que entonces le salió al
camino. Acompañábale una doncella llevando en brazos al tierno
infante, hijo amado de Héctor, hermoso como una estrella, a quien su
padre llamaba Escamandrio y los demás Astianacte, porque sólo por
Héctor se salvaba Ilión. Vio el héroe al niño y sonrió
silenciosamente. Andrómaca, llorosa, se detuvo a su vera, y
asiéndole de la mano, le dijo:
407 —¡Desgraciado! Tu valor te
perderá. No te apiades del tierno infante ni de mí, infortunada,
que pronto seré viuda; pues los aqueos te acometerán todos a una y
acabarán contigo. Preferible sería que, al perderte, la tierra me
tragara, porque si mueres no habrá consuelo para mí, sino pesares;
que ya no tengo padre ni venerable madre. A mi padre matóle el
divino Aquileo cuando tomó la populosa ciudad de los cilicios,
Tebas, la de altas puertas: dio muerte a Etión, y sin despojarle,
por el religioso temor que le entró en el ánimo, quemó el cadáver
con las labradas armas y le erigió un túmulo, a cuyo alrededor
plantaron álamos las ninfas Oréades, hijas de Zeus, que lleva la
égida. Mis siete hermanos, que habitaban en el palacio, descendieron
al Hades el mismo día; pues a todos los mató el divino Aquileo, el
de los pies ligeros, entre los bueyes de tornátiles patas y las
cándidas ovejas. A mi madre, que reinaba al pie del selvoso Placo,
trájola aquél con el botín y la puso en libertad por un inmenso
rescate; pero Artemis, que se complace en tirar flechas, hirióla en
el palacio de mi padre. Héctor, ahora tú eres mi padre, mi
venerable madre y mi hermano; tú, mi floreciente esposo. Pues, ea,
sé compasivo, quédate en la torre —¡no hagas a un niño huérfano
y a una mujer viuda!— y pon el ejército junto al cabrahigo, que
por allí la ciudad es accesible y el muro más fácil de escalar.
Los más valientes —los dos Ayaces, el célebre Idomeneo, los
Atridas y el fuerte hijo de Tideo con los suyos respectivos— ya por
tres veces se han encaminado a aquel sitio para intentar el asalto:
alguien que conoce los oráculos se lo indicó, o su mismo arrojo los
impele y anima.
440 Contestó el gran Héctor, de
tremolante casco: — Todo esto me preocupa, mujer, pero mucho me
sonrojaría ante los troyanos y las troyanas de rozagantes peplos si
como un cobarde huyera del combate; y tampoco mi corazón me incita a
ello, que siempre supe ser valiente y pelear en primera fila,
manteniendo la inmensa gloria de mi padre y de mí mismo. Bien lo
conoce mi inteligencia y lo presiente mi corazón: día vendrá en
que perezcan la sagrada Ilión, Príamo y su pueblo armado con lanzas
de fresno. Pero la futura desgracia de los troyanos, de la misma
Hécabe, del rey Príamo y de muchos de mis valientes hermanos que
caerán en el polvo a manos de los enemigos, no me importa tanto como
la que padecerás tú cuando alguno de los aqueos, de broncíneas
corazas, se te lleve llorosa, privándote de libertad, y luego tejas
tela en Argos, a las órdenes de otra mujer, o vayas por agua a la
fuente Meseida o Hiperea, muy contrariada porque la dura necesidad
pesará sobre ti. Y quizás alguien exclame, al verte deshecha en
lágrimas:
460 Esta fue la esposa de Héctor, el
guerrero que más se señalaba entre los teucros, domadores de
caballos, cuando en torno de llión peleaban.
462 Así dirán, y sentirás un nuevo
pesar al verte sin el hombre que pudiera librarte de la esclavitud.
Pero que un montón de tierra cubra mi cadáver antes que oiga tus
clamores o presencie tu rapto.
466 Así diciendo, el esclarecido
Héctor tendió los brazos a su hijo, y éste se recostó, gritando,
en el seno de la nodriza de bella cintura, por el terror que el
aspecto de su padre le causaba: dábanle miedo el bronce y el
terrible penacho de crines de caballo, que veía ondear en lo alto
del yelmo. Sonriéronse el padre amoroso y la veneranda madre. Héctor
se apresuró a dejar el refulgente casco en el suelo, besó y meció
en sus manos al hijo amado y rogó así a Zeus y a los demás dioses:
476 —¡Zeus y demás dioses!
Concededme que este hijo mío sea como yo, ilustre entre los teucros
y muy esforzado; que reine poderosamente en Ilión; que digan de él
cuando vuelva de la batalla: ¡es mucho más valiente que su padre!;
y que, cargado de cruentos despojos del enemigo a quien haya muerto,
regocije de su madre el alma.
482 Esto dicho, puso el niño en brazos
de la esposa amada, que al recibirlo en el perfumado seno sonreía
con el rostro todavía bañado en lágrimas. Notólo Héctor y
compadecido, acaricióla con la mano y así le hablo:
486 —¡Esposa querida! No en demasía
tu corazón se acongoje, que nadie me enviará al Hades antes de lo
dispuesto por el hado; y de su suerte ningún hombre, sea cobarde o
valiente, puede librarse una vez nacido. Vuelve a casa, ocúpate en
las labores del telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se
apliquen al trabajo; y de la guerra nos cuidaremos cuantos varones
nacimos en Ilión, y yo el primero.
494 Dichas estas palabras, el preclaro
Héctor se puso el yelmo adornado con crines de caballo, y la esposa
amada regresó a su casa, volviendo la cabeza de cuando en cuando y
vertiendo copiosas lágrimas. Pronto llegó Andrómaca al palacio,
lleno de gente, de Héctor, matador de hombres; halló en él a
muchas esclavas, y a todas las movió a lágrimas. Lloraban en el
palacio a Héctor vivo aún, porque no esperaban que volviera del
combate librándose del valor y de las manos de los aqueos.
503 Paris no demoró en el alto
palacio; pues así que hubo vestido las magníficas armas de labrado
bronce, atravesó presuroso la ciudad haciendo gala de sus pies
ligeros. Como el corcel avezado a bañarse en la cristalina corriente
de un río, cuando se ve atado en el establo, come la cebada del
pesebre y rompiendo el ronzal sale trotando por la llanura, yergue
orgulloso la cerviz, ondean las crines sobre su cuello, y ufano de su
lozanía mueve ligero las rodillas encaminándose al sitio donde los
caballos pacen; de aquel modo, Paris, hijo de Príamo, cuya armadura
brillaba como un sol, descendía gozoso de la excelsa Pérgamo por
sus ágiles pies llevado. El deiforme Alejandro alcanzó a Héctor
cuando regresaba del lugar en que había pasado el coloquio con su
esposa, y así le dijo:
518 —¡Mi buen hermano! Mucho te hice
esperar y estarás impaciente, porque no vine con la prontitud que
ordenaste.
520 Respondióle Héctor, de tremolante
casco: — ¡Hermano querido! Nadie que sea justo reprochará tu
faena en el combate, pues eres valiente, pero a veces te abandonas y
no quieres pelear, y mi corazón se aflige cuando oigo murmurar a los
troyanos, que tantos trabajos por ti soportan. Pero vayamos y luego
lo arreglaremos todo, si Zeus nos permite ofrecer en nuestro palacio
la copa de la libertad a los celestes sempiternos dioses, por haber
echado de Troya a los aqueos de hermosas grebas.
Escena de la despedida de Héctor y Andrómaca.
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HOMERO
- La Ilíada - Canto XXII
Muerte de Héctor. (Canto XXII).
1 Los teucros, refugiados en la ciudad como cervatos, se recostaban en los hermosos baluartes, refrigeraban el sudor y bebían para apagar la sed; y en tanto, los aqueos se iban acercando a la muralla, protegiendo sus hombros con los escudos. El hado funesto sólo detuvo a Héctor para que se quedara fuera de Ilión, en las puertas Esceas.
7 Y Febo Apolo dijo al Pelida: — ¿Por
qué, oh hijo de Peleo, persigues en veloz carrera, siendo tú
mortal, a un dios inmortal? Aún no conociste que soy una deidad, y
no cesa tu deseo de alcanzarme. Ya no te cuidas de pelear con los
teucros, a quienes pusiste en fuga; y éstos han entrado en la
población, mientras te extraviabas viniendo aquí. Pero no me
matarás, porque el hado no me condenó a morir.
14 Muy indignado le respondió Aquileo,
el de los pies ligeros: — ¡Oh Flechador, el más funesto de todos
los dioses! Me engañaste, trayéndome acá desde la muralla, cuando
todavía hubieran mordido muchos la tierra antes de llegar a Ilión.
Me has privado de alcanzar una gloria no pequeña, y has salvado con
facilidad a los teucros, porque no temías que luego me vengara. Y
ciertamente me vengaría de ti, si mis fuerzas lo permitieran.
21 Dijo, y muy alentado, se encaminó
apresuradamente a la ciudad, como el corcel vencedor en la carrera de
carros trota veloz por el campo; tan ligeramente movía Aquileo pies
y rodillas.
25 El anciano Príamo fue el primero
que con sus propios ojos le vio venir por la llanura, tan
resplandeciente como el astro que en el otoño se distingue por sus
vivos rayos entre muchas estrellas durante la noche obscura y recibe
el nombre de perro de Orión, el cual, con ser brillantísimo
constituye una señal funesta, porque trae excesivo calor a los
míseros mortales; de igual manera centelleaba el bronce sobre el
pecho del héroe, mientras éste corría. Gimió el viejo, golpeóse
la cabeza con las manos levantadas y profirió grandes voces y
lamentos dirigiendo súplicas a su hijo. Héctor continuaba inmóvil
ante las puertas y sentía vehemente deseo de combatir con Aquileo. Y
el anciano, tendiéndole los brazos, le decía en tono lastimero:
38 —¡Héctor, hijo querido! No
aguardes, solo y lejos de los amigos, a ese hombre, para que no
mueras presto a manos del Pelida, que es mucho más vigoroso. ¡Cruel!
Así fuera tan caro a los dioses como a mí: pronto se lo comerían,
tendido en el suelo, los perros y los buitres, y mi corazón se
libraría del terrible pesar. Me ha privado de muchos y valientes
hijos matando a unos y vendiendo a otros en remotas islas. Y ahora
que los teucros se han encerrado en la ciudad, no acierto a ver a mis
dos hijos Licaón y Polidoro, que parió Laótoe, ilustre entre las
mujeres. Si están vivos en el ejército, los rescataremos con oro y
bronce, que todavía lo hay en el palacio; pues a Laótoe la dotó
espléndidamente su anciano padre, el ínclito Altes. Pero si han
muerto y se hallan en la morada de Hades, el mayor dolor será para
su madre y para mí, que los engendramos; porque el del pueblo durará
menos, si no mueres tú, vencido por Aquileo. Ven adentro del muro,
hijo querido, para que salves a los troyanos y a las troyanas, y no
quieras proporcionar inmensa gloria al Pelida y perder tú mismo la
existencia. Compadécete también de mí, de este infeliz y
desgraciado que aún conserva la razón; pues el padre Cronión me
hará perecer en la senectud y con aciaga suerte, después de
presenciar muchas desventuras: muertos mis hijos, esclavizadas mis
hijas, destruidos los tálamos, arrojados los niños por el suelo en
el terrible combate y las nueras arrastradas por las funestas manos
de los aqueos. Y cuando, por fin, alguien me deje sin vida los
miembros, hiriéndome con el agudo bronce o con arma arrojadiza, los
voraces perros que con comida de mi mesa crié en el palacio para que
lo guardasen, despedazarán mi cuerpo en la parte exterior, beberán
mi sangre, y saciado el apetito, se tenderán en el pórtico. Yacer
en el suelo, habiendo sido atravesado en la lid por el agudo bronce,
es decoroso para un joven, y cuanto de él pueda verse, todo es
bello, a pesar de la muerte; pero que los perros destrocen la cabeza
y la barba encanecidas y las vergüenzas de un anciano muerto en la
guerra, es lo más triste de cuanto les puede ocurrir a los míseros
mortales.
77 Así se expresó el anciano, y con
las manos se arrancaba de la cabeza muchas canas, pero no logró
persuadir a Héctor. La madre de éste, que en otro sitio se
lamentaba llorosa, desnudó el seno, mostróle el pecho, y derramando
lágrimas, dijo estas aladas palabras:
82 —¡Héctor! ¡Hijo mío! Respeta
este seno y apiádate de mí. Si en otro tiempo te daba el pecho para
acallar tu lloro, acuérdate de tu niñez, hijo amado; y penetrando
en la muralla, rechaza desde la misma a ese enemigo y no salgas a su
encuentro. ¡Cruel! Si te mata, no podré llorarte en tu lecho,
querido pimpollo a quien parí y tampoco podrá hacerlo tu rica
esposa; porque los veloces perros te devorarán muy lejos de
nosotras, junto a las naves argivas.
90 De esta manera Príamo y Hécabe
hablaban a su hijo, llorando y dirigiéndole muchas súplicas, sin
que lograsen persuadirle, pues Héctor seguía aguardando a Aquileo,
que ya se acercaba. Como silvestre dragón que, habiendo comido
hierbas venenosas, espera ante su guarida a un hombre y con feroz
cólera echa terribles miradas y se enrosca en la entrada de la
cueva; así Héctor, con inextinguible valor, permanecía quieto,
desde que arrimó el terso escudo a la torre prominente. Y gimiendo,
a su magnánimo espíritu le decía:
99 —¡Ay de mí! Si traspongo las
puertas y el muro, el primero en dirigirme reproches será
Polidamante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la
ciudad la noche en que Aquileo decidió volver a la pelea. Pero yo no
me dejé persuadir —mucho mejor hubiera sido aceptar su consejo—,
y ahora que he causado la ruina del ejército con mi imprudencia,
temo a los troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, y que
alguien menos valiente que yo exclame:
107 Héctor, fiado en su pujanza,
perdió las tropas. Así hablarán; y preferible fuera volver a la
población después de matar a Aquileo, o morir gloriosamente ante la
misma. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el
fuerte casco y apoyando la pica contra el muro, saliera al encuentro
de Aquileo, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y
las riquezas que Alejandro trajo a Ilión en las cóncavas naves, que
esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los
aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y más tarde tomara
juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarían dos
lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad? ...
Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No, no iré
a suplicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto, me mataría
inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las armas. Imposible
es conversar con él desde lo alto de una encina o de una roca, como
un mancebo y una doncella: sí, como un mancebo y una doncella suelen
conversar. Mejor será empezar el combate, para que veamos pronto a
quién el Olímpico concede la victoria.
131 Tales pensamientos revolvía en su
mente, sin moverse de aquel sitio, cuando se le acercó Aquileo, cual
si fuese Ares, el impetuoso luchador, con el terrible fresno del
Pelión sobre el hombro derecho y el cuerpo protegido por el bronce,
que brillaba como el resplandor del encendido fuego o del sol
naciente. Héctor, al verle, se echó a temblar y ya no pudo
permanecer allí, sino que dejó las puertas y huyó espantado. Y el
Pelida, confiando en sus pies ligeros, corrió en seguimiento del
mismo. Como en el monte el gavilán, que es el ave más ligera, se
lanza con fácil vuelo tras la tímida paloma: ésta huye con
tortuosos giros y aquél la sigue de cerca, dando agudos graznidos y
acometiéndola repetidas veces, porque su ánimo le incita a cogerla:
así Aquileo volaba enardecido y Héctor movía las ligeras rodillas
huyendo azorado en torno de la muralla de Troya. Corrían siempre por
la carretera, fuera del muro, dejando a sus espaldas la atalaya y el
lugar ventoso donde estaba el cabrahigo, y llegaron a los dos
cristalinos manantiales, que son las fuentes del Janto voraginoso. El
primero tiene el agua caliente y lo cubre el humo como si hubiera
allí un fuego abrasador; el agua que del segundo brota es en el
verano como el granizo, la fría nieve o el hielo. Cerca de ambos hay
unos lavaderos de piedra, grandes y hermosos, donde las esposas y las
bellas hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos
en tiempo de paz, antes que llegaran los aqueos. Por allí pasaron,
el uno huyendo y el otro persiguiéndole: delante, un valiente huía,
pero otro más fuerte le perseguía con ligereza; porque la contienda
no era sobre una víctima o una piel de buey, premios que suelen
darse a los vencedores en la carrera, sino sobre la vida de Héctor,
domador de caballos. Como los solípedos corceles que toman parte en
los juegos en honor de un difunto, corren velozmente en torno de la
meta donde se ha colocado como premio importante un trípode o una
mujer; de semejante modo, aquéllos dieron tres veces la vuelta a la
ciudad de Príamo, corriendo con ligera planta. Todas las deidades
los contemplaban. Y Zeus, padre de los hombres y de los dioses,
comenzó a decir:
168 —¡Oh dioses! Con mis ojos veo a
un caro varón perseguido en torno del muro. Mi corazón se compadece
de Héctor que tantos muslos de buey ha quemado en mi obsequio en las
cumbres del Ida, en valles abundoso, y en la ciudadela de Troya; y
ahora el divino Aquileo le persigue con sus ligeros pies en derredor
de la ciudad de Príamo. Ea, deliberad, oh dioses, y decidid si le
salvaremos de la muerte o dejaremos que, a pesar de ser esforzado,
sucumba a manos del Pelida Aquileo.
177 Respondióle Atenea, la diosa de
los brillantes ojos: — ¡Oh padre, que lanzas el ardiente rayo y
amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De nuevo quieres librar de la
muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado
condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.
182 Contestó Zeus, que amontona las
nubes: —Tranquilízate, Tritogenea, hija querida. No hablo con
ánimo benigno, pero contigo quiero ser complaciente. Obra conforme a
tus deseos y no desistas.
186 Con tales voces instigóle a hacer
lo que ella misma deseaba, y Atenea bajó en raudo vuelo de las
cumbres del Olimpo.
188 En tanto, el veloz Aquileo
perseguía y estrechaba sin cesar a Héctor. Como el perro va en el
monte por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la
cama, y si éste se esconde, azorado, debajo de los arbustos, corre
aquél rastreando hasta que nuevamente lo descubre; de la misma
manera, el Pelida, de pies ligeros, no perdía de vista a Héctor.
Cuantas veces el troyano intentaba encaminarse a las puertas
Dardanias, al pie de las torres bien construidas, por si desde arriba
le socorrían disparando flechas, otras tantas Aquileo,
adelantándosele, le apartaba hacia la llanura, y aquél volaba sin
descanso cerca de la ciudad. Como en sueños ni el que persigue puede
alcanzar al perseguido, ni éste huir de aquél; de igual manera, ni
Aquileo con sus pies podía dar alcance a Héctor, ni Héctor escapar
de Aquileo. ¿Y cómo Héctor se hubiera librado entonces de la
muerte que le estaba destinada si Apolo, acercándosele por la
postrera y última vez, no le hubiese dado fuerzas y agilitado sus
rodillas?
205 El divino Aquileo hacía con la
cabeza señales negativas a los guerreros, no permitiéndoles
disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien
alcanzara la gloria de herir al caudillo y él llegase el segundo.
Mas cuando en la cuarta vuelta llegaron a los manantiales, el padre
Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes —la de
Aquileo y la de Héctor domador de caballos— para saber a quién
estaba reservada la dolorosa muerte; cogió por el medio la balanza,
la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor que descendió
hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea,
la diosa de los brillantes ojos se acercó al Pelida, y le dijo estas
aladas palabras:
216 Espero, oh esclarecido Aquileo,
caro a Zeus, que nosotros dos proporcionaremos a los aqueos inmensa
gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque
sea infatigable en la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más
cosas que haga el flechador Apolo, postrándose a los pies del padre
Zeus, que lleva la égida. Párate y respira; e iré a persuadir a
Héctor para que luche contigo frente a frente.
224 Así habló Atenea. Aquileo
obedeció, con el corazón alegre, y se detuvo en seguida, apoyándose
en el arrimo de la pica de asta de fresno y broncínea punta. La
diosa dejóle y fue a encontrar al divino Héctor. Y tomando la
figura y la voz infatigable de Deífobo, llegóse al héroe y
pronunció estas aladas palabras:
229 —¡Mi buen hermano! Mucho te
estrecha el veloz Aquileo, persiguiéndote con ligero pie alrededor
de la ciudad de Príamo. Ea, detengámonos y rechacemos su ataque.
232 Respondióle el gran Héctor de
tremolante casco: —¡Deifobo! Siempre has sido para mí el hermano
predilecto entre cuantos somos hijos de Hécabe y de Príamo; pero
desde ahora me propongo tenerte en mayor aprecio, porque al verme con
tus ojos osaste salir del muro y los demás han permanecido dentro.
238 Contestó Atenea, la diosa de los
brillantes ojos: —¡Mi buen hermano! El padre, la venerable madre y
los amigos abrazábanme las rodillas y me suplicaban que me quedara
con ellos —¡de tal modo tiemblan todos!— pero mi ánimo se
sentía atormentado por grave pesar. Ahora peleemos con brío y sin
dar reposo a la pica, para que veamos si Aquileo nos mata y se lleva
nuestros sangrientos despojos a las cóncavas naves o sucumbe vencido
por tu lanza.
247 Así diciendo, Atenea, para
engañarle, empezó a caminar. Cuando ambos guerreros se hallaron
frente a frente, dijo el primero el gran Héctor, de tremolante
casco:
250 —No huiré más de ti, oh hijo de
Peleo, como hasta ahora. Tres veces di la vuelta, huyendo, en torno
de la gran ciudad de Príamo, sin atreverme nunca a esperar tu
acometida. Mas ya mi ánimo me impele a afrontarte ora te mate, ora
me mates tu. Ea pongamos a los dioses por testigos, que serán los
mejores y los que más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos:
Yo no te insultaré cruelmente, si Zeus me concede la victoria y
logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las
magníficas armas, oh Aquileo, entregaré el cadáver a los aqueos.
Obra tú conmigo de la misma manera.
260 Mirándole con torva faz, respondió
Aquileo, el de los pies ligeros: — ¡Héctor, a quien no puedo
olvidar! No me hables de convenios. Como no es posible que haya
fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de
acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en
causarse daño unos a otros; tampoco puede haber entre nosotros ni
amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a
Ares, infatigable combatiente. Revístete de toda clase de valor,
porque ahora te es muy preciso obrar como belicoso y esforzado
campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Atenea te hará sucumbir
pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores de
mis amigos, a quienes mataste cuando manejabas furiosamente la pica.
273 En diciendo esto, blandió y arrojó
la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al verla venir, se inclinó
para evitar el golpe: clavóse aquella en el suelo, y Palas Atenea la
arrancó y devolvió a Aquileo, sin que Héctor, pastor de hombres,
lo advirtiese. Y Héctor dijo al eximio Pelida:
279 —¡Erraste el golpe, deiforme
Aquileo! Nada te había revelado Zeus acerca de mi destino como
afirmabas: has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para
que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me
clavarás la pica en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho
cuando animoso y frente a frente te acometa, si un dios te lo
permite. Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que todo
su hierro se escondiera en tu cuerpo! La guerra sería más liviana
para los teucros si tú murieses, porque eres su mayor azote.
289 Así habló; y blandiendo la
ingente lanza, despidióla sin errar el tiro; pues dio un bote en el
escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y
Héctor se irritó al ver que aquélla había sido arrojada
inútilmente por su brazo; paróse, bajando la cabeza pues no tenía
otra lanza de fresno y con recia voz llamó a Deífobo, el de
luciente escudo, y le pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba a
su vera. Entonces Héctor comprendiólo todo, y exclamo:
297 —¡Oh! Ya los dioses me llaman a
la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba conmigo, pero
está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo
la perniciosa muerte, que ni tardará ni puedo evitarla. Así les
habrá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a su hijo, el
Flechador; los cuales, benévolos para conmigo, me salvaban de los
peligros. Cumplióse mi destino. Pero no quisiera morir cobardemente
y sin gloria; sino realizando algo grande que llegara a conocimiento
de los venideros.
306 Esto dicho, desenvainó la aguda
espada, grande y fuerte, que llevaba al costado. Y encogiéndose, se
arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura,
atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o
la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor blandiendo la
aguda espada. Aquileo embistióle, a su vez, con el corazón
rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico
escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro abolladuras,
haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto
colocara en la cimera. Como el Véspero, que es el lucero más
hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas
en la obscuridad de la noche; de tal modo brillaba la pica de larga
punta que en su diestra blandía Aquileo, mientras pensaba en causar
daño al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del
héroe ofrecería menos resistencia. Este lo tenía protegido por la
excelente armadura que quitó a Patroclo después de matarle, y sólo
quedaba descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello
de los hombros, la garganta, que es el sitio por donde más pronto
sale el alma: por allí el divino Aquileo envasóle la pica a Héctor,
que ya le atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó
por la nuca. Pero no le cortó el garguero con la pica de fresno que
el bronce hacia ponderosa, para que pudiera hablar algo y
responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquileo se jactó
del triunfo, diciendo:
331 —¡Héctor! Cuando despojabas el
cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a
mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador,
mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado
las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán
ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.
337 Con lánguida voz respondióle
Héctor, el de tremolante casco: —Te lo ruego por tu alma, por tus
rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen
y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en
abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los
míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus
esposas lo pongan en la pira.
344 Mirándole con torva faz, le
contestó Aquileo, el de los pies ligeros: —No me supliques,
¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el
coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas.
¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a
los perros, aunque me den diez o veinte veces el debido rescate y me
prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de
oro; ni aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en
un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña
destrozarán tu cuerpo.
355 Contestó, ya moribundo, Héctor,
el de tremolante casco: — ¡Bien te conozco, y no era posible que
te persuadiese, porque tienes en el pecho un corazón de hierro.
Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día
en que Paris y Febo Apolo te harán perecer, no obstante tu valor, en
las puertas Esceas.
361 Apenas acabó de hablar, la muerte
le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió
al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y
joven. Y el divino Aquileo le dijo, aunque muerto le viera:
365 —¡Muere! Y yo perderé la vida
cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se cumpla mi
destino.
367 Dijo; arrancó del cadáver la
broncínea lanza y, dejándola a un lado, quitóle de los hombros las
ensangrentadas armas. Acudieron presurosos los demás aqueos,
admiraron todos el continente y la arrogante figura de Héctor y
ninguno dejó de herirle. Y hubo quien, contemplándole, habló así
a su vecino:
373 —¡Oh dioses! Héctor es ahora
mucho más blando en dejarse palpar que cuando incendió las naves
con el ardiente fuego.
375 Así algunos hablaban, y
acercándose le herían. El divino Aquileo, ligero de pies, tan
pronto como hubo despojado el cadáver, se puso en medio de los
aqueos y pronunció estas aladas palabras:
378 —¡Oh amigos, capitanes y
príncipes de los argivos! Ya que los dioses nos concedieron vencer a
ese guerrero que causó mucho más daño que todos los otros juntos,
ea, sin dejar las armas cerquemos la ciudad para conocer cuál es el
propósito de los troyanos: si abandonarán la ciudadela por haber
sucumbido Héctor, o se atreverán a quedarse todavía a pesar de que
éste ya no existe. Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el
corazón? En las naves yace Patroclo muerto, insepulto y no llorado;
y no le olvidaré, en tanto me halle entre los vivos y mis rodillas
se muevan; y si en el Hades se olvida a los muertos, aun allí me
acordaré del compañero amado. Ahora, ea, volvamos, cantando el
peán, a las cóncavas naves, y llevémonos este cadáver. Hemos
ganado una gran victoria: matamos al divino Héctor, a quien dentro
de la ciudad los troyanos dirigían votos cual si fuese un dios.
395 Dijo; y para tratar
ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones de detrás
de ambos pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de
piel de buey, y le ató al carro, de modo que la cabeza fuese
arrastrando; luego, recogiendo la magnífica armadura, subió y picó
a los caballos para que arrancaran, y éstos volaron gozosos. Gran
polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado: la negra
cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza, antes tan graciosa,
se hundía en el polvo; porque Zeus la entregó entonces a los
enemigos, para que allí, en su misma patria, la ultrajaran.
405 Así la cabeza de Héctor se
manchaba de polvo. La madre, al verlo, se arrancaba los cabellos; y
arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos
sollozos. El padre suspiraba lastimeramente, y alrededor de él y por
la ciudad el pueblo gemía y se lamentaba. No parecía sino que la
excelsa Ilión fuese desde su cumbre devorada por el fuego. Los
guerreros apenas podían contener al anciano, que, excitado por el
pesar, quería salir por las puertas Dardanias, y revolcándose en el
lodo, les suplicaba a todos llamándoles por sus respectivos nombres:
416 —Dejadme, amigos, por más
intranquilos que estéis; permitid que, saliendo solo de la ciudad,
vaya a las naves aqueas y ruegue a ese hombre pernicioso y violento:
acaso respete mi edad y se apiade de mi vejez. Tiene un padre como
yo, Peleo, el cual le engendró y crió para que fuese una plaga de
los troyanos; pero es a mí a quien ha causado más pesares. ¡A
cuántos hijos míos mató, que se hallaban en la flor de la
juventud! Pero no me lamento tanto por ellos, aunque su suerte me
haya afligido, como por uno cuya pérdida me causa el vivo dolor que
me precipitará al Hades: por Héctor, que hubiera debido morir en
mis brazos, y entonces nos hubiésemos saciado de llorarle y plañirle
la infortunada madre que le dio a luz y yo mismo.
429 Así habló, llorando, y los
ciudadanos suspiraron. Y Hécabe comenzó entre las troyanas el
funeral lamento:
431 —¡Oh hijo! ¡Ay de mí,
desgraciada! ¿Por qué viviré después de padecer terribles penas y
de haber muerto tú? Día y noche eras en la ciudad motivo de orgullo
para mí y el baluarte de los troyanos y troyanas, que te saludaban
como a un dios. Vivo, constituías una excelsa gloria para ellos,
pero ya la muerte y el hado te alcanzaron.
437 Así dijo llorando. La esposa de
Héctor nada sabía, pues ningún mensajero le llevó la noticia de
que su marido se quedara fuera del muro; y en lo más hondo del alto
palacio tejía una tela doble y purpúrea, que adornaba con labores
de variado color. Había mandado a las esclavas de hermosas trenzas
que pusieran al fuego un trípode grande para que Héctor se bañase
en agua tibia al volver de la batalla. ¡Insensata! Ignoraba que
Atenea, la de brillantes ojos, le había hecho sucumbir lejos del
baño a manos de Aquileo. Pero oyó gemidos y lamentaciones que
venían de la torre, estremeciéronse sus miembros, y la lanzadera le
cayó al suelo. Y al instante dijo a las esclavas de hermosas
trenzas:
450 —Venid, seguidme dos, voy a ver
qué ocurre. Oí la voz de mi venerable suegra; el corazón me salta
en el pecho hacia la boca y mis rodillas se entumecen: algún
infortunio amenaza a los hijos de Príamo. ¡Ojalá que tal noticia
nunca llegue a mis oídos! Pero mucho temo que el divino Aquileo haya
separado de la ciudad a mi Héctor audaz, le persiga a él solo por
la llanura y acabe con el funesto valor que siempre tuvo; porque
jamás en la batalla se quedó entre la turba de los combatientes
sino que se adelantaba mucho y en bravura a nadie cedía.
460 Dicho esto, salió apresuradamente
del palacio como una loca, palpitándole el corazón; y dos esclavas
la acompañaron. Mas, cuando llegó a la torre y a la multitud de
gente que allí se encontraba, se detuvo, y desde el muro registró
el campo: en seguida vio que los veloces caballos arrastraban
cruelmente el cadáver de Héctor fuera de la ciudad, hacia las
cóncavas naves de los aqueos; las tinieblas de la noche velaron sus
ojos, cayó de espaldas y se le desmayó el alma. Arrancóse de su
cabeza los vistosos lazos, la diadema, la redecilla, la trenzada
cinta y el velo que la dorada Afrodita le había dado el día en que
Héctor se la llevó del palacio de Eetión, constituyéndole una
gran dote. A su alrededor hallábanse muchas cuñadas y concuñadas
suyas, las cuales la sostenían aturdida como si fuera a perecer.
Cuando volvió en sí y recobró el aliento, lamentándose con
desconsuelo, dijo entre las troyanas:
477 —¡Héctor! ¡Ay de mí, infeliz!
Ambos nacimos con la misma suerte, tú en Troya, en el palacio de
Príamo; yo en Tebas, al pie del selvoso Placo, en el alcázar de
Eetión el cual me crió cuando niña para que fuese desventurada
como él. ¡Ojalá no me hubiera engendrado! Ahora tú desciendes a
la mansión del Hades, en el seno de la tierra, y me dejas en el
palacio viuda y sumida en triste duelo. Y el hijo, aún infante, que
engendramos tú y yo infortunados... Ni tú serás su amparo, oh
Héctor, pues has fallecido; ni él el tuyo. Si escapa con vida de la
luctuosa guerra de los aqueos tendrá siempre fatigas y pesares; y
los demás se apoderarán de sus campos, cambiando de sitio los
mojones. El mismo día en que un niño queda huérfano, pierde todos
los amigos; y en adelante va cabizbajo y con las mejillas bañadas en
lágrimas. Obligado por la necesidad, dirígese a los amigos de su
padre, tirándoles ya del manto ya de la túnica; y alguno,
compadecido, le alarga un vaso pequeño con el cual mojará los
labios, pero no llegará a humedecer la garganta. El niño que tiene
los padres vivos le echa del festín, dándole puñadas e
increpándolo con injuriosas voces:
498 —¡Vete enhoramala! —le dice—,
que tu padre no come a escote con nosotros. Y volverá a su madre
viuda, llorando, el huérfano Astianacte, que en otro tiempo, sentado
en las rodillas de su padre, sólo comía médula y grasa pingüe de
ovejas, y cuando se cansaba de jugar y se entregaba al sueño! dormía
en blanda cama, en brazos de la nodriza, con el corazón lleno de
gozo; mas ahora que ha muerto su padre, mucho tendrá que padecer
Astianacte, a quien los troyanos llamaban así porque sólo tú, oh
Héctor, defendías las puertas y los altos muros. Y a ti, cuando los
perros te hayan despedazado, los movedizos gusanos te comerán
desnudo, junto a las corvas naves; habiendo en el palacio vestiduras
finas y hermosas, que las esclavas hicieron con sus manos. Arrojaré
todas estas vestiduras al ardiente fuego; y ya que no te aprovechen,
pues no yacerás en ellas, constituirán para ti un motivo de gloria
a los ojos de los troyanos y de las troyanas.
515 Así dijo llorando, y las mujeres
gimieron.
Atenea defiende a Aquiles frente al héroe Héctor siendo apoyada por Apolo.
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Relato de Marguerite Yourcenar de su obra: "Fuegos". (1936).
"Clitemnestra o el crimen"
«Voy a explicarles señores jueces.... Tengo ante mí innumerables órbitas de ojos; líneas circulares de manos puestas en las rodillas, de pies descalzos descansando en la piedra, de pupilas fijas de donde mana la mirada, de bocas cerradas donde el silencio madura un juicio. Tengo ante mí audiencias de piedra. Maté a aquel hombre con un cuchillo, dentro de la bañera, con ayuda de mi miserable amante que ni siquiera era capaz de sujetarle los pies. Ya conocéis mi historia: no hay ninguno de vosotros que no la haya repetido veinte veces al acabar la copiosa comida, acompañada del bostezo de las sirvientas, ni una de vuestras mujeres que no haya soñado ser alguna vez Clitemnestra. Vuestros pensamientos criminales, vuestras ansias inconfesadas ruedan por los escalones y vienen a derramarse en mí, de suerte que una especie de horrible vaivén hace de vosotros mi conciencia y de mí vuestro grito.
Habéis acudido aquí para que la escena del asesinato se repita ante vuestros ojos un poco más rápidamente que en la realidad, pues os espera el hogar y la cena y sólo podéis dedicar unas cuantas horas a oírme llorar. Y en ese corto espacio de tiempo es preciso que no sólo mis actos, sino que también sus motivos estallen a plena luz, aun cuando para afirmarse han necesitado cuarenta años. Esperé a aquel hombre antes de que tuviera un nombre, un rostro, cuando aún no era sino mi lejana desgracia.
Busqué entre la multitud de los vivos a ese ser necesario a mis futuras delicias: miré a los hombres sólo como se mira a los transeúntes que pasan por la taquilla de una estación, para asegurarse que no son las personas que uno está esperando. Si mi nodriza me envolvió en pañales al salir de mi madre, fue para él; si aprendí a contar en la pizarra del colegio, fue para poder llevar las cuentas de su casa de hombre rico.
Para alfombrar el camino donde tal vez se posaría el pie del desconocido que haría de mí su sierva, tejí sábanas y estandartes de oro; de tanto afanarme, dejé caer de cuando en cuando en el blando tejido unas gotas de mi sangre. Mis padres me lo escogieron, y aunque él me hubiera raptado a espaldas de mi familia, yo hubiera seguido obedeciendo al deseo de mis padres, puestos que nuestros sueños de ellos provienen y el hombre que amamos es siempre aquel con quien sueñan nuestras abuelas. Le dejé sacrificar el porvenir de nuestros hijos a sus ambiciones de hombre: ni siquiera lloré cuando murió nuestra hija. Consentí en deshacerme en su destino como una fruta en una boca, para aportarle sólo una sensación de dulzura.
Señores jueces, vosotros lo conocisteis ya ajado por la gloria, envejecido por diez años de guerra, convertido en una especia de ídolo enorme desgastado por las caricias de las mujeres asiáticas, salpicado por el barro de las trincheras. Sólo yo estuve con él en su época de dios. Era muy dulce para mí llevarle, en una bandeja grande de cobre, el vaso de agua que derramaría en él sus reservas de frescor; era dulce para mí, en la ardiente cocina, prepararle los platos que colmaría su hambre y alimentarían su sangre. Era muy dulce para mí, entorpecida por el peso de la simiente humana, poner las manos sobre mi vientre hinchado donde fermentaban mis hijos. Por la noche, cuando volvía de la caza, yo me arrojaba con alegría sobre su pecho de oro.
Pero los hombres no están hechos para pasar toda la vida calentándose las manos al fuego del mismo hogar: partió hacia nuevas conquistas y me dejó allí, abandonada como una casa enorme y vacía que oye latir un inútil reloj. El tiempo pasado lejos de él se perdía, gota a gota o a chorros, como sangre desperdiciada, dejándome más pobre de porvenir cada día. Algunos soldados ebrios que venían con permiso me contaban la vida que él llevaba en los campamentos de la retaguardia. El ejército de oriente se hallaba infestado de mujeres: judías de Salónica, armenias de Tiflis cuyos ojos azules engarzados en sombríos párpados recuerdan el fondo de una gruta oscura, turcas pesadas y dulzonas como los pasteles en cuya composición entra la miel recibía cartas los días de aniversario; mi vida transcurría espiando por el camino el paso del cartero cojo. De día, luchaba contra la angustia; de noche, luchaba contra el deseo; sin cesar, luchaba contra el vacío, forma cobarde de la desgracia.
Pasaban los días uno tras otro por las calles desiertas como una procesión de viudas; la plaza del pueblo parecía negra con tantas mujeres de luto. Yo envidiaba a aquellas desgraciadas por no tener más rival que la tierra y por saber, al menos, que su hombre dormía solo. Yo vigilaba en lugar del mío los trabajos del campo y los caminos del mar; recogía las cosechas; mandaba clavar la cabeza de los bandidos en el poste del mercado; utilizaba su fusil para dispararle a las cornejas; azotaba los flancos de su yegua de caza con mis polainas de tela parda. Poco a poco, yo iba ocupando el lugar del hombre que me faltaba y que me invadía. Acabé por contemplar, con los mismos ojos que él, el cuello blanco de las sirvientas. Egisto galopaba a mi lado por los eriales; tenía casi la edad de ir a reunirse con los hombres; me devolvía la época de los besos entre primos perdidos en el bosque, durante las vacaciones de verano. Yo lo miraba menos como un amante que como a un niño que hubiera engendrado en mí la ausencia; pagaba sus gastos de guarnicioneros y caballos. Infiel a mi hombre, seguía imitándolo: Egisto no era para mí sino lo equivalente a las mujeres asiáticas o a la innoble Arginia.
Señores jueces, no existe más que un hombre en el mundo: los demás no son más que un error o un triste consuelo, y el adulterio es a menudo una forma desesperada de la fidelidad. Si yo engañé a alguien fue con toda seguridad al pobre Egisto. Lo necesitaba para percatarme de que hasta qué punto el que yo amaba me era irremplazable. Cansada de acariciarlo, subía yo a la torre para compartir el insomnio del centinela. Una noche, el horizonte del este empezó a arder tres horas antes de llegar la aurora. Troya ardía : el viento que volaba de Asia transportaba sobre el mar pavesas y nubes de ceniza; las fogatas de los centinelas se encendieron en las cimas: el monte Athos y el Olimpo, Elpindo y el Erimanto parecían hogueras; la lengua de la última llama se posaba frente a mí en la pequeña colina que desde hace veinticinco años me tapaba el horizonte.» Yo veía inclinarse la frente del vigilante, cubierta por el casco, para recibir el susurro de las olas: por el mar, en alguna parte, un hombre engalanado de oro se acodaba en la proa y cada vuelta de hélice lo acercaba más y más a su mujer y a su hogar ausente. Al bajar de la torre, cogí un cuchillo. Quería matar a Egisto, mandar lavar las maderas de la cama y el pavimento de la habitación, sacar del fondo del baúl el vestido que llevaba puesto cuando él se marchó, y suprimir finalmente aquellos diez años como si fueran un simple "cero" en el total de mis días.
Al pasar por delante del espejo, me detuve a sonreir; de repente, me vi y al verme me di cuenta de que tenía el pelo gris. Señores Jueces, diez años es mucho tiempo: es más largo que la distancia entre la ciudad de Troya y el castillo de Micenas; el rincón del pasado esta asimismo más alto que el lugar en donde nos encontramos, pues sólo podemos bajar y no subir las escaleras del Tiempo. Sucede como en las pesadillas: cada paso que damos nos aleja más de nuestra meta en vez de acercarnos a ella. En lugar de una mujer joven, el rey encontraría en la puerta a una especie de cocinera obesa; la felicitaría por el buen estado de los corrales y bodegas: sólo podía esperar unos cuantos besos fríos. Si hubiera tenido valor, me hubiese matado antes que el llegara, para no leer en su rostro la decepción, al encontrarme ajada. Pero quería, al menos, verlo antes de morir. Egisto lloraba en mi lecho, asustado como un niño culpable que siente llegar el castigo del padre; me acerqué y adopté mi voz más suavemente mentirosa para decirle que nada se sabía de nuestras citas nocturnas y que su tío no tenía ninguna razón para dejarlo de querer. Yo esperaba que, al contrario, él estuviera enterado de todo, y que la cólera y el afán de venganza me devolvieran un lugar en su pensamiento.
Para estar más segura de ello, entregué el correo, junto con las demás cartas, una anónima en donde exageraba mis culpas: afilaba el cuchillo que debía abrirme el corazón. Pensaba que tal vez me estrangularía con sus propias manos que yo tan a menudo había besado: por lo menos moriría envuelta en una especie de abrazo. Llegó por fin el día en que el barco de guerra atracó en el puerto de nauplion, en medio de una algarabía de vivas y fanfarrias; los terraplenes cubiertos de amapolas rojas parecían pavimentados por orden del verano, el maestro dio un día de asueto a los chicos del pueblo; tocaban las campanas de la Iglesia. Yo lo esperaba en el umbral de la Puerta de los Leones, una sombrilla rosa maquillaba mi palidez. Chirriaron las puertas del coche por la empinada cuesta; los aldeanos se engancharon al varal para ayudar a los caballos. Al volver un recodo, divisé, por fin, la parte más alta del coche, que asomaba por encima de un seto vivo, y advertí que mi hombre no venía solo. A su lado llevaba a la hechicera que él había escogido como parte del botín, aun estando algo estropeada por lo juegos de los soldados. Era casi una niña; unos hermosos ojos oscuros le llenaban el rostro amarillento y tatuado de cardenales. El le acariciaba el brazo para que no llorase. Le ayudó a bajar del coche, me besó con frialdad y me dijo que contaba con mi generosidad para tratar amablemente a la muchacha cuyos padres habían muerto. Apretó la mano de Egisto. El también había cambiado. Resoplaba al andar y su cuello enorme y colorado desbordaba del cuello de la camisa; su barba teñida de rojo se perdía por entre los pliegues de su cuello. Era hermoso, sin embargo, pero hermoso como un toro en lugar de serlo como un dios.
Subió con nosotros los escalones del vestíbulo que yo había mandado alfombrar de púrpura, para que no se notaran las manchas de su sangre. Apenas me miraba; en la cena, ni siquiera se dio cuenta de que yo había preparado sus platos favoritos; bebió dos vasos, tres vasos de alcohol. El sobre abierto de la carta anónima asomaba por uno de sus bolsillos. Le guiñó un ojo a Egisto y farfulló unas cuantas bromas de borracho sobre las mujeres que buscan consuelo. La velada, interminablemente larga, se prolongó aún más en la terraza infestada de mosquitos. Hablaba en turco con su compañera. Según parece, ella era hija del jefe de una tribu; al moverse, me di cuenta de que llevaba un hijo en su seno.¿Sería de él o de alguno de los soldados que la habían arrastrado riendo fuera del campamento y arrojado a latigazos de nuestras trincheras? Decían que poseía el don de adivinar el provenir. Para distraernos, nos leyó las líneas de la mano.
Entonces palideció y empezó a castañetear los dientes. También yo, señores jueces, conocía el provenir. Todas las mujeres lo conocen: siempre esperan que todo acabe mal. El tenía por costumbre tomar un baño caliente antes de irse a acostar. Subí a preparárselo: el ruido del agua que salía del grifo me permitía llorar en voz alta. Calentábamos con leña el agua del baño; el hacha que utilizábamos para cortar los troncos se hallaba tirada en el suelo; no sé por qué la escondí en el toallero. Durante un instante, pensé en disponerlo todo para simular un accidente que no dejara huellas, de suerte que la lámpara de petróleo cargara con las culpas. Pero yo quería obligarlo a mirarme de frente por lo menos al morir: por eso lo iba a matar, para que se diera cuenta que la lámpara de petróleo cargara con las culpas. Pero yo quería obligarlo a mirarme de frente por lo menos al morir: por eso lo iba a matar, para que se diera cuenta de que yo no era una cosa sin importancia que se puede dejar o ceder al primero que llega.
Llamé a Egisto en voz baja: se puso pálido cuando abrí la boca. Le ordené que me esperara en el rellano. El otro subía pesadamente las escaleras; se quitó la camisa; la piel, con el agua del baño, se le puso toda violeta. Yo le enjabonaba la nuca y temblaba tanto como el jabón que continuamente se me resbalaba de las manos. El estaba un poco sofocado y me mandó con rudeza que abriese la ventana, demasiado alta para mí. Le grité a Egisto que viniera a ayudarme. En cuanto entró cerré la puerta con llave. El otro no me vio, pues nos daba la espalda. Le dí torpemente un primer golpe que sólo le hizo un corte en el hombro; se puso de pie; su rostro abotargado se iba llenando de manchas negras; mugía como un buey. Egisto, aterrorizado, le sujetó las rodillas, acaso para pedirle perdón. El perdió el equilibrio y cayó como una masa, con la cara dentro del agua, con un gorgoteo que parecía un estertor. Entonces fue cuando le dí el segundo golpe que le cortó la frente en dos. Pero creo que ya estaba muerto: no era más que un pingajo blando y caliente. Se habló de rojas oleadas: en realidad, sangró muy poco. Yo sangraba más cuando di a luz a mis hijos. Después de morir él, matamos a su amante: fuimos generosos, si ella lo amaba. Los aldeanos se pusieron de nuestra parte y callaron. Mi hijo era demasiado pequeño para dar rienda suelta a su odio contra Egisto.
Han pasado unas semanas: yo hubiera debido tranquilizarme pero ya sabéis, señores jueces, que nunca acaba nada y que todo vuelve a empezar. Me he puesto a esperarlo otra vez y ha vuelto. No mováis la cabeza: os digo que ha vuelto. El, que durante diez años ni se dignó a tomar un permiso de ocho días para volver de Troya, ha vuelto de la Muerte. A pesar de que yo le corté los pies para impedirle salir del cementerio... Pero esto no evitó que él se deslizara por la noche en mi cuarto, llevando sus pies debajo del brazo, como los ladrones cuando cogen de este modo sus zapatos para no hacer ruido. Me cubría con su sombra; ni siquiera parecía darse cuenta que Egisto estaba allí. Después, mi hijo me ha denunciado en el puesto de policía, pero mi hijo es también un fantasma, el suyo, su espectro de carne. Yo creía que por lo menos en la prisión estaría tranquila, pero sigue volviendo: parece como si prefiriese mi calabozo a su tumba. Sé que mi cabeza acabará por rodar en la plaza del pueblo y que la de Egisto caerá cortada por el mismo cuchillo. Es extraño, señores jueces, se diría que ya me habéis juzgado otras veces. Pero tengo la experiencia suficiente para saber que los muertos no permanecen en reposo: me levantaré, arrastrando a Egisto tras de mí como a un galgo triste. Y erraré por las noches a lo largo de los caminos, a la búsqueda de la justicia de Dios. Volveré a hallar a ese hombre en algún rincón de mi infierno y gritaré de nuevo con alegría con sus primeros besos. Luego, me abandonará para irse a conquistar alguna provincia de la Muerte.
Ya que el tiempo es la sangre de los vivos, la Eternidad debe de ser la sangre de las sombras. Mi eternidad, la mía, se perderá esperando su regreso , de suerte que me convertiré en el más lívido de los fantasmas. Entonces volverá, para burlarse de mí, y acariciará ante mis ojos a la amarilla hechicera turca acostumbrada a jugar con los huecesillos de las tumbas. ¿Qué puedo hacer? Es imposible matar a un muerto..."
«Voy a explicarles señores jueces.... Tengo ante mí innumerables órbitas de ojos; líneas circulares de manos puestas en las rodillas, de pies descalzos descansando en la piedra, de pupilas fijas de donde mana la mirada, de bocas cerradas donde el silencio madura un juicio. Tengo ante mí audiencias de piedra. Maté a aquel hombre con un cuchillo, dentro de la bañera, con ayuda de mi miserable amante que ni siquiera era capaz de sujetarle los pies. Ya conocéis mi historia: no hay ninguno de vosotros que no la haya repetido veinte veces al acabar la copiosa comida, acompañada del bostezo de las sirvientas, ni una de vuestras mujeres que no haya soñado ser alguna vez Clitemnestra. Vuestros pensamientos criminales, vuestras ansias inconfesadas ruedan por los escalones y vienen a derramarse en mí, de suerte que una especie de horrible vaivén hace de vosotros mi conciencia y de mí vuestro grito.
Habéis acudido aquí para que la escena del asesinato se repita ante vuestros ojos un poco más rápidamente que en la realidad, pues os espera el hogar y la cena y sólo podéis dedicar unas cuantas horas a oírme llorar. Y en ese corto espacio de tiempo es preciso que no sólo mis actos, sino que también sus motivos estallen a plena luz, aun cuando para afirmarse han necesitado cuarenta años. Esperé a aquel hombre antes de que tuviera un nombre, un rostro, cuando aún no era sino mi lejana desgracia.
Busqué entre la multitud de los vivos a ese ser necesario a mis futuras delicias: miré a los hombres sólo como se mira a los transeúntes que pasan por la taquilla de una estación, para asegurarse que no son las personas que uno está esperando. Si mi nodriza me envolvió en pañales al salir de mi madre, fue para él; si aprendí a contar en la pizarra del colegio, fue para poder llevar las cuentas de su casa de hombre rico.
Para alfombrar el camino donde tal vez se posaría el pie del desconocido que haría de mí su sierva, tejí sábanas y estandartes de oro; de tanto afanarme, dejé caer de cuando en cuando en el blando tejido unas gotas de mi sangre. Mis padres me lo escogieron, y aunque él me hubiera raptado a espaldas de mi familia, yo hubiera seguido obedeciendo al deseo de mis padres, puestos que nuestros sueños de ellos provienen y el hombre que amamos es siempre aquel con quien sueñan nuestras abuelas. Le dejé sacrificar el porvenir de nuestros hijos a sus ambiciones de hombre: ni siquiera lloré cuando murió nuestra hija. Consentí en deshacerme en su destino como una fruta en una boca, para aportarle sólo una sensación de dulzura.
Señores jueces, vosotros lo conocisteis ya ajado por la gloria, envejecido por diez años de guerra, convertido en una especia de ídolo enorme desgastado por las caricias de las mujeres asiáticas, salpicado por el barro de las trincheras. Sólo yo estuve con él en su época de dios. Era muy dulce para mí llevarle, en una bandeja grande de cobre, el vaso de agua que derramaría en él sus reservas de frescor; era dulce para mí, en la ardiente cocina, prepararle los platos que colmaría su hambre y alimentarían su sangre. Era muy dulce para mí, entorpecida por el peso de la simiente humana, poner las manos sobre mi vientre hinchado donde fermentaban mis hijos. Por la noche, cuando volvía de la caza, yo me arrojaba con alegría sobre su pecho de oro.
Pero los hombres no están hechos para pasar toda la vida calentándose las manos al fuego del mismo hogar: partió hacia nuevas conquistas y me dejó allí, abandonada como una casa enorme y vacía que oye latir un inútil reloj. El tiempo pasado lejos de él se perdía, gota a gota o a chorros, como sangre desperdiciada, dejándome más pobre de porvenir cada día. Algunos soldados ebrios que venían con permiso me contaban la vida que él llevaba en los campamentos de la retaguardia. El ejército de oriente se hallaba infestado de mujeres: judías de Salónica, armenias de Tiflis cuyos ojos azules engarzados en sombríos párpados recuerdan el fondo de una gruta oscura, turcas pesadas y dulzonas como los pasteles en cuya composición entra la miel recibía cartas los días de aniversario; mi vida transcurría espiando por el camino el paso del cartero cojo. De día, luchaba contra la angustia; de noche, luchaba contra el deseo; sin cesar, luchaba contra el vacío, forma cobarde de la desgracia.
Pasaban los días uno tras otro por las calles desiertas como una procesión de viudas; la plaza del pueblo parecía negra con tantas mujeres de luto. Yo envidiaba a aquellas desgraciadas por no tener más rival que la tierra y por saber, al menos, que su hombre dormía solo. Yo vigilaba en lugar del mío los trabajos del campo y los caminos del mar; recogía las cosechas; mandaba clavar la cabeza de los bandidos en el poste del mercado; utilizaba su fusil para dispararle a las cornejas; azotaba los flancos de su yegua de caza con mis polainas de tela parda. Poco a poco, yo iba ocupando el lugar del hombre que me faltaba y que me invadía. Acabé por contemplar, con los mismos ojos que él, el cuello blanco de las sirvientas. Egisto galopaba a mi lado por los eriales; tenía casi la edad de ir a reunirse con los hombres; me devolvía la época de los besos entre primos perdidos en el bosque, durante las vacaciones de verano. Yo lo miraba menos como un amante que como a un niño que hubiera engendrado en mí la ausencia; pagaba sus gastos de guarnicioneros y caballos. Infiel a mi hombre, seguía imitándolo: Egisto no era para mí sino lo equivalente a las mujeres asiáticas o a la innoble Arginia.
Señores jueces, no existe más que un hombre en el mundo: los demás no son más que un error o un triste consuelo, y el adulterio es a menudo una forma desesperada de la fidelidad. Si yo engañé a alguien fue con toda seguridad al pobre Egisto. Lo necesitaba para percatarme de que hasta qué punto el que yo amaba me era irremplazable. Cansada de acariciarlo, subía yo a la torre para compartir el insomnio del centinela. Una noche, el horizonte del este empezó a arder tres horas antes de llegar la aurora. Troya ardía : el viento que volaba de Asia transportaba sobre el mar pavesas y nubes de ceniza; las fogatas de los centinelas se encendieron en las cimas: el monte Athos y el Olimpo, Elpindo y el Erimanto parecían hogueras; la lengua de la última llama se posaba frente a mí en la pequeña colina que desde hace veinticinco años me tapaba el horizonte.» Yo veía inclinarse la frente del vigilante, cubierta por el casco, para recibir el susurro de las olas: por el mar, en alguna parte, un hombre engalanado de oro se acodaba en la proa y cada vuelta de hélice lo acercaba más y más a su mujer y a su hogar ausente. Al bajar de la torre, cogí un cuchillo. Quería matar a Egisto, mandar lavar las maderas de la cama y el pavimento de la habitación, sacar del fondo del baúl el vestido que llevaba puesto cuando él se marchó, y suprimir finalmente aquellos diez años como si fueran un simple "cero" en el total de mis días.
Al pasar por delante del espejo, me detuve a sonreir; de repente, me vi y al verme me di cuenta de que tenía el pelo gris. Señores Jueces, diez años es mucho tiempo: es más largo que la distancia entre la ciudad de Troya y el castillo de Micenas; el rincón del pasado esta asimismo más alto que el lugar en donde nos encontramos, pues sólo podemos bajar y no subir las escaleras del Tiempo. Sucede como en las pesadillas: cada paso que damos nos aleja más de nuestra meta en vez de acercarnos a ella. En lugar de una mujer joven, el rey encontraría en la puerta a una especie de cocinera obesa; la felicitaría por el buen estado de los corrales y bodegas: sólo podía esperar unos cuantos besos fríos. Si hubiera tenido valor, me hubiese matado antes que el llegara, para no leer en su rostro la decepción, al encontrarme ajada. Pero quería, al menos, verlo antes de morir. Egisto lloraba en mi lecho, asustado como un niño culpable que siente llegar el castigo del padre; me acerqué y adopté mi voz más suavemente mentirosa para decirle que nada se sabía de nuestras citas nocturnas y que su tío no tenía ninguna razón para dejarlo de querer. Yo esperaba que, al contrario, él estuviera enterado de todo, y que la cólera y el afán de venganza me devolvieran un lugar en su pensamiento.
Para estar más segura de ello, entregué el correo, junto con las demás cartas, una anónima en donde exageraba mis culpas: afilaba el cuchillo que debía abrirme el corazón. Pensaba que tal vez me estrangularía con sus propias manos que yo tan a menudo había besado: por lo menos moriría envuelta en una especie de abrazo. Llegó por fin el día en que el barco de guerra atracó en el puerto de nauplion, en medio de una algarabía de vivas y fanfarrias; los terraplenes cubiertos de amapolas rojas parecían pavimentados por orden del verano, el maestro dio un día de asueto a los chicos del pueblo; tocaban las campanas de la Iglesia. Yo lo esperaba en el umbral de la Puerta de los Leones, una sombrilla rosa maquillaba mi palidez. Chirriaron las puertas del coche por la empinada cuesta; los aldeanos se engancharon al varal para ayudar a los caballos. Al volver un recodo, divisé, por fin, la parte más alta del coche, que asomaba por encima de un seto vivo, y advertí que mi hombre no venía solo. A su lado llevaba a la hechicera que él había escogido como parte del botín, aun estando algo estropeada por lo juegos de los soldados. Era casi una niña; unos hermosos ojos oscuros le llenaban el rostro amarillento y tatuado de cardenales. El le acariciaba el brazo para que no llorase. Le ayudó a bajar del coche, me besó con frialdad y me dijo que contaba con mi generosidad para tratar amablemente a la muchacha cuyos padres habían muerto. Apretó la mano de Egisto. El también había cambiado. Resoplaba al andar y su cuello enorme y colorado desbordaba del cuello de la camisa; su barba teñida de rojo se perdía por entre los pliegues de su cuello. Era hermoso, sin embargo, pero hermoso como un toro en lugar de serlo como un dios.
Subió con nosotros los escalones del vestíbulo que yo había mandado alfombrar de púrpura, para que no se notaran las manchas de su sangre. Apenas me miraba; en la cena, ni siquiera se dio cuenta de que yo había preparado sus platos favoritos; bebió dos vasos, tres vasos de alcohol. El sobre abierto de la carta anónima asomaba por uno de sus bolsillos. Le guiñó un ojo a Egisto y farfulló unas cuantas bromas de borracho sobre las mujeres que buscan consuelo. La velada, interminablemente larga, se prolongó aún más en la terraza infestada de mosquitos. Hablaba en turco con su compañera. Según parece, ella era hija del jefe de una tribu; al moverse, me di cuenta de que llevaba un hijo en su seno.¿Sería de él o de alguno de los soldados que la habían arrastrado riendo fuera del campamento y arrojado a latigazos de nuestras trincheras? Decían que poseía el don de adivinar el provenir. Para distraernos, nos leyó las líneas de la mano.
Entonces palideció y empezó a castañetear los dientes. También yo, señores jueces, conocía el provenir. Todas las mujeres lo conocen: siempre esperan que todo acabe mal. El tenía por costumbre tomar un baño caliente antes de irse a acostar. Subí a preparárselo: el ruido del agua que salía del grifo me permitía llorar en voz alta. Calentábamos con leña el agua del baño; el hacha que utilizábamos para cortar los troncos se hallaba tirada en el suelo; no sé por qué la escondí en el toallero. Durante un instante, pensé en disponerlo todo para simular un accidente que no dejara huellas, de suerte que la lámpara de petróleo cargara con las culpas. Pero yo quería obligarlo a mirarme de frente por lo menos al morir: por eso lo iba a matar, para que se diera cuenta que la lámpara de petróleo cargara con las culpas. Pero yo quería obligarlo a mirarme de frente por lo menos al morir: por eso lo iba a matar, para que se diera cuenta de que yo no era una cosa sin importancia que se puede dejar o ceder al primero que llega.
Llamé a Egisto en voz baja: se puso pálido cuando abrí la boca. Le ordené que me esperara en el rellano. El otro subía pesadamente las escaleras; se quitó la camisa; la piel, con el agua del baño, se le puso toda violeta. Yo le enjabonaba la nuca y temblaba tanto como el jabón que continuamente se me resbalaba de las manos. El estaba un poco sofocado y me mandó con rudeza que abriese la ventana, demasiado alta para mí. Le grité a Egisto que viniera a ayudarme. En cuanto entró cerré la puerta con llave. El otro no me vio, pues nos daba la espalda. Le dí torpemente un primer golpe que sólo le hizo un corte en el hombro; se puso de pie; su rostro abotargado se iba llenando de manchas negras; mugía como un buey. Egisto, aterrorizado, le sujetó las rodillas, acaso para pedirle perdón. El perdió el equilibrio y cayó como una masa, con la cara dentro del agua, con un gorgoteo que parecía un estertor. Entonces fue cuando le dí el segundo golpe que le cortó la frente en dos. Pero creo que ya estaba muerto: no era más que un pingajo blando y caliente. Se habló de rojas oleadas: en realidad, sangró muy poco. Yo sangraba más cuando di a luz a mis hijos. Después de morir él, matamos a su amante: fuimos generosos, si ella lo amaba. Los aldeanos se pusieron de nuestra parte y callaron. Mi hijo era demasiado pequeño para dar rienda suelta a su odio contra Egisto.
Han pasado unas semanas: yo hubiera debido tranquilizarme pero ya sabéis, señores jueces, que nunca acaba nada y que todo vuelve a empezar. Me he puesto a esperarlo otra vez y ha vuelto. No mováis la cabeza: os digo que ha vuelto. El, que durante diez años ni se dignó a tomar un permiso de ocho días para volver de Troya, ha vuelto de la Muerte. A pesar de que yo le corté los pies para impedirle salir del cementerio... Pero esto no evitó que él se deslizara por la noche en mi cuarto, llevando sus pies debajo del brazo, como los ladrones cuando cogen de este modo sus zapatos para no hacer ruido. Me cubría con su sombra; ni siquiera parecía darse cuenta que Egisto estaba allí. Después, mi hijo me ha denunciado en el puesto de policía, pero mi hijo es también un fantasma, el suyo, su espectro de carne. Yo creía que por lo menos en la prisión estaría tranquila, pero sigue volviendo: parece como si prefiriese mi calabozo a su tumba. Sé que mi cabeza acabará por rodar en la plaza del pueblo y que la de Egisto caerá cortada por el mismo cuchillo. Es extraño, señores jueces, se diría que ya me habéis juzgado otras veces. Pero tengo la experiencia suficiente para saber que los muertos no permanecen en reposo: me levantaré, arrastrando a Egisto tras de mí como a un galgo triste. Y erraré por las noches a lo largo de los caminos, a la búsqueda de la justicia de Dios. Volveré a hallar a ese hombre en algún rincón de mi infierno y gritaré de nuevo con alegría con sus primeros besos. Luego, me abandonará para irse a conquistar alguna provincia de la Muerte.
Ya que el tiempo es la sangre de los vivos, la Eternidad debe de ser la sangre de las sombras. Mi eternidad, la mía, se perderá esperando su regreso , de suerte que me convertiré en el más lívido de los fantasmas. Entonces volverá, para burlarse de mí, y acariciará ante mis ojos a la amarilla hechicera turca acostumbrada a jugar con los huecesillos de las tumbas. ¿Qué puedo hacer? Es imposible matar a un muerto..."
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