(Llega Agamenón, con Casandra, en un carro.)
EPISODIO III
CORIFEO. ¡Oh mi rey!, destructor de Troya, hijo de Atreo ¿cómo he de saludarte?
¿Cómo honrarte, sin excederme ni quedarme corto en el oportuno homenaje? Muchos
son los mortales que honran la apariencia transgrediendo la justicia. Todos están prestos
a llorar al desgraciado -pero la mordedura del dolor no alcanza nunca el hígado-, y
fingiendo compartir una alegría fuerzan un semblante adusto. Pero al buen conocedor de
su ganado no pueden escapar unas miradas que, pareciendo proceder de un corazón leal,
le halagan con una amistad aguada. Cuando tú, entonces, a causa de Helena -no voy a
ocultártelo- enviaste una expedición, formé de ti una imagen desagradable: incapaz de
gobernar el timón del pensamiento, hiciste morir a muchos hombres para rescatar una
audacia voluntaria. Mas, ahora, de lo profundo del corazón y como un verdadero amigo
doy la bienvenida a los que han terminado bien la empresa. Con el tiempo conocerás, si
investigas, quién de los ciudadanos administra la ciudad justa o injustamente.
AGAMENÓN. Primeramente es justo saludar a Argos y a sus dioses, coautores de mi
retorno y de la justicia que tomé contra la ciudad de Príamo. Los dioses, sin atender los
argumentos de las partes, con decisión unánime sus votos homicidas, destrucción de
Ilión, echaron en una urna sangrienta; pero a la contraria que quedó vacía, sólo se
acercó la esperanza de una mano. La ciudad conquistada todavía humea visiblemente.
Viven sólo las tempestades de la desolación y muriendo con Troya, las cenizas envían
hacia el cielo los últimos vapores de riqueza del pueblo vencido. A los dioses hemos de
pagar por todo esto una deuda inolvidable de gratitud, si en verdad hemos vengado
cumplidamente el rapto y por una mujer una ciudad quedó reducida a cenizas. Pereció
bajo el monstruo argivo, cría de un caballo, tropa armada de escudo, que se lanzó al
ocultarse las Pléyades, y saltando por encima de los muros, el hambriento león, lamió
hasta saciarse de la sangre de príncipes.
En honor de los dioses han sido estas mis primeras palabras. En cuanto a los
sentimientos que te he oído expresar, los recuerdo; yo digo lo mismo y me tienes a tu
lado. Pocos de los hombres tienen la innata cualidad de honrar sin envidia al amigo
afortunado. Un veneno malévolo invadiendo el corazón dobla el dolor del que posee
esta enfermedad: se agobia con sus propias desgracias y gime al contemplar la dicha
ajena. Por experiencia puedo decir -pues conozco bien el espejo del trato humano- que
aquellos que parecían serme muy adictos resultaron la imagen de una sombra. Sólo
Ulises, que embarcó contra su voluntad, una vez uncido fue para mí valeroso caballo de
tirante; te lo digo ya esté muerto, ya vivo. En cuanto a lo demás que atañe a la ciudad y
a los dioses, abriendo públicos debates en la asamblea, lo trataremos. Hay que buscar la
manera de que dure mucho tiempo lo que esté bien; y si alguno precisa remedios
curativos, quemando o cortando prudentemente, intentaremos alejar el azote de la
enfermedad. Ahora, entrando en el palacio y en mi hogar, saludaré en primer lugar a los
dioses, que después de haberme enviado lejos me trajeron otra vez. ¡Que la Victoria,
puesto que me ha seguido, permanezca aquí por siempre!
(Clitemnestra sale del palacio junto a sus esclavas, que portan telas y tejidos
preciosos.)
CLITEMNESTRA. Ciudadanos, veneración de los argivos, no voy a avergonzarme de
expresar delante de vosotros mi amor por mi marido: con el tiempo desaparece la
timidez en las personas. Sin haberlo aprendido de otros, os contaré mi propia vida
agobiante durante el tiempo en que este hombre estuvo al frente de Ilión. En primer
lugar, es un mal terrible para una mujer quedarse sola en casa, lejos de su esposo; y
luego, venga uno y otro a llevar noticias cada vez peores, gritando males para la casa. Y
si este varón hubiera recibido tantas heridas como el rumor traía a la casa, bien se puede
decir que estaría más agujereado que una red. Y si estuviera muerto tantas veces como
contaban los relatos, podría jactarse de ser un segundo Gerión, de haber tenido tres
cuerpos y de haber recibido una triple carga de tierra, muriendo una vez con cada una de
estas tres formas. Por esos rumores tan malignos, otras personas soltaron violentamente
muchos lazos que, colgando del techo, aprisionaban ya mi cuello. Por estas causas no
está junto a mí, como debería, tu hijo garantía de nuestra fe, Orestes. No te extrañes: le
cría un huésped amigo, Estrofo el focense, que me anunciaba penas dobles: tu peligro al
pie de Ilión, y que un motín popular derribara el Consejo, ya que es innato a los
hombres pisotear al caído. Esta es la razón; no pienses que hay en ello engaño.
En cuanto a mí, se me han secado las fuentes copiosas de las lágrimas; no queda ni una
gota. Con las largas vigilias mis ojos están enfermos de llorar esperando las llamas
anunciadoras de tu vuelta, que siempre eran retrasadas. Y durante mis sueños, era
despertada por los vuelos ligeros de un mosquito zumbador, después de ver más
desgracias sobre ti que tiempo duraba el sueño. Ahora, tras tanto dolor, con el corazón
libre de angustia, bien puedo llamar a este hombre perro guardián de la casa, cable
salvador de la nave, firme columna del elevado techo, hijo unigénito de un padre, tierra
aparecida a los navegantes contra toda esperanza, día bellísimo de ver después de la
tormenta, chorro de fuente para el sediento caminante. Es dulce escapar de toda
necesidad: de tales saludos le juzgo digno. ¡Que se aleje la envidia: muchas son las
desgracias que hemos sufrido ya antes!
Y ahora, querido, desciende de este carro sin poner en el suelo tu pie, ¡oh señor,
destructor de Troya!. ¿Qué esperáis, esclavas, a quienes se ha mandado cubrir con una
alfombra el suelo de su carrera? Que el camino sea al punto cubierto de púrpura para
que la justicia le conduzca a una mansión no esperada. Lo demás, mi cuidado, no
vencido del sueño, lo cumplirá justamente con ayuda de los dioses, de acuerdo con lo
fijado por el destino.
AGAMENÓN. Hija de Leda, guardián de mi casa, tu discurso ha sido semejante a mi
ausencia; largamente has hablado. Pero alabarme dignamente es un homenaje que ha de
venir de otros. Por lo demás, no me mimes a manera de mujer, ni como si fuera un
bárbaro me acojas, postrada, con clamores, ni extendiendo alfombras hagas envidioso
mi camino. A los dioses hay que honrar así; pero, siendo yo mortal, no puedo caminar
sin miedo en medio de bordadas maravillas. Digo que me honres como a un hombre, no
como a un dios. Sin alfombras ni bordados también mi fama grita, y el no ser insensato
es el mayor regalo del los dioses. Feliz se ha de llamar sólo al que ha terminado la vida
en grato bienestar. Te lo dije, yo no podría hacer confiadamente lo que desea.
CLITEMNESTRA. Ahora, respóndeme a esto con entera franqueza.
AGAMENÓN. Ten por cierto que no falsearé mi pensamiento.
CLITEMNESTRA.¿Has prometido obrar así por temor a los dioses?
AGAMENÓN. Al obrar así, sé bien por qué lo hago.
CLITEMNESTRA. ¿Qué crees que hubiera hecho Príamo si hubiera logrado esta
victoria?
AGAMENÓN. Me parece de cierto que habría pisado tejidos bordados.
CLITEMNESTRA. Así pues, no temas a las censuras humanas.
AGAMENÓN.
Es tan poderosa la voz del pueblo...
CLITEMNESTRA. El que no es envidiado no es digno de envidia.
AGAMENÓN. Ni es propio de mujer desear pendencias.
CLITEMNESTRA. A los afortunados también conviene el dejarse vencer.
AGAMENON. ¿Tú en tanto estimas la victoria en esta disputa?
CLITEMNESTRA. Créeme y concédeme voluntariamente la victoria.
AGAMENÓN. Pues bien, si así lo deseas, que me desaten al punto las sandalias,
calzado esclavo de mi pie, y que al pisar esta púrpura ninguno de los dioses alce contra
mí desde lejos una mirada envidiosa. Es una gran vergüenza arruinar la casa
destrozando con los pies un tesoro de tejidos pagados en plata. Pero basta de esto. A la
extranjera, acógela con bondad: la divinidad mira con ojos complacida al que gobierna
con dulzura. Nadie con gusto lleva el yugo de esclavo. Y esta mujer que me acompaña
es flor escogida entre muchas riquezas, regalo del ejército. Y puesto que me he
sometido a obedecerte en esto, voy a entrar en las salas del palacio pisando púrpura.
CLITEMNESTRA. Existe el mar -¿quién podrá agotarlo?- que nutre el jugo de la
abundante púrpura, preciado cual la plata, siempre renovado, tinte de los tejidos. La
casa, gracias a los dioses, tiene de todo esto, señor: no conoce el palacio la pobreza.
Habría ofrecido en mis votos el hollar de muchos tapices, si los oráculos lo hubieran
ordenado a esta casa cuando buscaba yo la manera de rescatar tu vida. Porque mientras
la raíz vive, el follaje llega a la casa, extendiendo su sombra que protege del terrible
verano. Así, cuando tú has regresado al hogar del palacio, el calor anuncia su llegada en
medio del invierno; y cuando Zeus hace vino de la uva ácida, entonces hay en la casa un
soplo fresco, si un varón cumplido retorna a palacio. ¡Oh Zeus, Zeus que todo lo
cumples, cumple mis deseos, y toma interés en aquello que vayas a cumplir!
(Agamenón y Clitemnestra entran en el palacio.)
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